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Imagino la cara del alcalde de Salamanca, un socialista, o de cualquier otro salmantino que hubiese perdido la guerra civil al escuchar cómo desde Cataluña -desde cierto energumenismo, desde cierto léxico beligerante, muy audible, curiosamente, en el oasis- se "exige la devolución del botín de guerra", aludiendo a los archivos de la Generalitat republicana. La imagino, y en su rostro ceñudo y perplejo advierto los primeros síntomas de la. tozudez, la primera garra del encono. Cuando Cataluña habla así al resto de España, ofende. Convierte al alcalde salmantino en cómplice de la rapiña. Cuando debía procurar tenerlo, precisamente, como cómplice propio, como aliado. Sin la empastosa lacra de los sentimientos sellando la razón, este asunto no tiene ni un cuarto de hora: en Cataluña hay un Gobierno heredero de aquel que fue propietario de los archivos. Al final del milenio, en plena autopista informática, la unidad de los archivos es pura melancolía pretecnológica. Por tanto, los papeles originales han de volver a Cataluña en razón del derecho y sin que en ningún momento quepa temer la mengua de la eficacia científica. Y, sin embargo, mucho me temo que va a haber más de un cuarto de hora. Muchos cuartos de hora pletóricos de estupidez. Y a ese alargamiento habrá contribuido la actitud del Gobierno catalán. Durante 15 años, el pujolismo ha pretendido hablar de tú a tú al Gobierno de España. Y el azar parlamentario ha consolidado esta franqueza. Pero, al mismo tiempo, ha despreciado la posibilidad de tejer con el resto de la sociedad española una red de solidaridades y complicidades mutuas, visible, por ejemplo, en el magma antifranquista y en el Gobierno de Tarradellas. Las consecuencias de todo esto van a ser muy indeseables. Los archivos deben volver. Y quizá vuelvan. Pero este episodio extravagante va a aumentar en cualquier caso la lejanía moral entre españoles.

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