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La novela de Roldán

Antonio Muñoz Molina

El periodista norteamericano David Remnick, que ha escrito mejor que nadie la crónica de la ruina de la Unión Soviética y del sórdido desastre que ha venido después, asegura en un artículo reciente que todos los antiguos espías, los del Este y los del Oeste, comparten una desmedida afición por las novelas de espías. Remnick, que visitó en Moscú a Kim Philby cuando ya era un anciano alcohólico y temblón en zapatillas de paño, dice que en los apartamentos vulgares de los espías retirados suele haber muy pocos libros, pero que casi todos los libros que hay son novelas de espionaje, y no las más sutiles o las de mayor calidad, como las de Graham Greene o John le Carré, sino las otras, las novelas baratas de secretos atómicos y chicas en ropa interior que se veían antes en los quioscos españoles, los ladrillos de 800 páginas sobre conspiraciones mundiales, en los que se especializó años atrás Frederick Forsyth y que han llevado al paroxismo destajistas reaccionarios del best seller como Robert Ludlum, Tom Clancy o Michael Crichton.Por culpa de la literatura, del cine y de la guerra fría, el espionaje ha sido un oficio absurdamente sobrevalorado. La derecha atribuía a mitológicos agentes a sueldo de Moscú todas las revoluciones, y convertía en espionaje y traición toda disidencia: las personas de izquierdas imaginábamos simétricamente que la CIA gobernaba el mundo desde la oscuridad, y esa superstición compartida (le que inteligencias onmipotentes y secretas libraban una guerra oculta y regían desde sus sótanos y sus cuarteles generales las más triviales incidencias de la historia visible confirmaba su persuasión con el brillo irresistible de lo literario. De igual modo que las películas de la Warner de los años treinta habían otorgado una estatura heroica y una poesía de perdición a la vulgar brutalidad de los gánsteres, las novelas y el cine de espías nos hicieron imaginar un reino de sombras hostiles, de batallas silenciosas dotadas de la geometría y la inapelabilidad del ajedrez y celebradas secretamente en un tablero que abarcaba el mundo, sus oficinas, sus callejones, sus refugios clandestinos, sus idiomas herméticos. En las películas de Raoul Walsh, James Cagney, con sus trajes entallados, sus sombreros torcidos sobre la cara y su furiosa determinación de desastre, era el Ángel Caído: en las novelas de espías, lo mismo en las de John le Carré que en las de Ian Fleming, la guerra fría acababa siendo la pupulosa contienda de los ángeles leales y los malvados, y a los supremos combatientes de ambos ejércitos se les otorgaban atributos prácticamente divinos: la omniscencia, la omnipotencia, la invisibilidad.

Enseguida se vio que no era para tanto. Con todo ese lujo de satélites espías, de agentes dobles y de sutilezas tecnológicas, ningún servicio occidental advirtió que el único secreto de la Unión Soviética era su absoluto desastre. Igual que don Quijote confundía la realidad con los libros de caballerías, los espías imaginaban el mundo en forma de mala novela de espionaje y estaban tan ocupados en los retorcimientos y en las ruinas de su propio oficio que apenas llegaban a interesarse por la realidad. Cuando Kim Philby, que tenía el gusto literario más cultivado que la mayoría de sus colegas, leyó El espía que volvió del frío le dijo a John le Carré que el argumento de sunovela era demasiado perfecto para no ser inverosímil. Ningún servicio secreto, confesó luego el propio Le Carré, habría podido llevar a cabo un juego de traiciones tan sutil, una conspiración tan milimétrica, tan sofisticada como la partitura de un cuarteto de cuerda.

Dice David Remnick que la conversación de los ex espías suele ser un catálogo impresentable de embustes de baja calidad y lugares comunes de las novelas de espías. Trastornados por ellas, por la deformación del secreto, son incapaces de ver y comprender lo que tienen delante de los ojos. En la actualidad española de ahora mismo ocurre exactamente lo contrario, que no se entiende nada la realidad, o al menos la versión de la realidad que nos aterra o nos marea cada mañana en el periódico, si no se dilucida en ella el rastro de las malas novelas de intriga y conspiración internacional. Vientiane y Bangkok sólo pudieron ser elegidos como escenarios de la novela de Luis Roldán por algún lector de mala literatura adicto a un cosmopolitismo de folletos de viajes a países exóticos. El fugitivo sin descanso que viaja de un extremo a otro del planeta cambiando fluidamente de identidad y pasaporte, como un eremita o un fantasma de los hoteles de lujo y de las salas de primera clase de los aeropuertos, es un personaje tan repetido y tan exhausto que ni el John le Carré de los últimos tiempos ha logrado animarlo con el soplo misterioso de la verosimilitud.

En los últimos días, para que nada falte en el consabido repertorio, se ha agregado a la novela un ex agente del MI6 británico, que es como esos actores americanos medio olvidados y arruinados que en los años sesenta accedían a participar en los spaghetti-westerns de Almería. Manuel Vázquez Montalbán ha logrado trasladar con dignidad a la literatura española la figura del detective privado, pero por algún motivo nadie ha sabido inventar hasta ahora en España tramas aceptables de espías. En términos políticos y morales, el ascenso, caída, desaparición y captura de Luis Roldán constituyen una historia nauseabunda, pero su calidad literaria es todavía más baja, y sólo, puede entenderse algo de ella si se la mira a la luz de las peores novelas: las fotos borrosas en los aeropuertos, los intermediarios con gafas oscuras dedicados al tráfico de armas, la enigmática gabardina, que sin duda es la clave de todo: Luis Roldán llevaba gabardina a 30º de temperatura para parecerse a un personaje de una novela o de una película de espías.

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