Los refugiados cubanos cruzan los infames 'campos del paraíso'
Más de 1.000 'balseros' han escapado de la base norteamericana de Guantánamo para volver a sus casas desafiando un infierno de 250.000 minas
Los balseros cubanos son quizás las únicas personas sobre la tierra que han arriesgado la vida en dos ocasiones para llegar exactamente al mismo sitio. Primero se lanzaron a un mar cuajado de tormentas y tiburones en botes hechos de cámaras de goma y palos carcomidos. Su objetivo era llegar al paraíso de Miami, pero sus héroes los recluyeron en la base naval de Guantánamo, donde desde hace seis meses sobreviven como prisioneros. Son cerca de 30.000 personas marcadas por el desengañado y la frustración. Cientos de refugiados han comenzado a volver a casa cruzando los campos del paraíso.
El marine norteamericano le despidió desde la garita con un suave "good luck" que le heló la sangre. No usó la violencia, ni siquiera le pidió que volviese atrás cuando saltó la cerca de su campamento y puso rumbo a la triple alambrada que separa Cuba de la base naval norteamericana de Guantánamo. Mandy sabía que en la frontera había un kilómetro y medio de "territorio de nadie" y que allí se hallaba el campo minado activo más grande del mundo, con 250.000 minas antipersonas y antitanques sembradas por los ejércitos de los dos países. Varios balseros ya habían muerto o quedado mutilados cuando intentaban regresar, pero a él no le importaba. Llevaba cinco meses varado en Guantánamo y la frustración le sirvió de bálsamo para enfrentar el peligro.
El campamento quedaba a dos kilómetros de la primera cerca. Mandy hizo el camino corriendo, pero antes de llegar vio cómo un jeep con dos soldados levantaba una nube de polvo en la carretera y lo interceptaba. Uno de los marines no era rubio, sino trigueño, y hablaba con el deje inconfundible de Puerto Rico. "¿Adónde vas?", le preguntó. Él respondió que volvía a casa, que en la base ya no tenía nada que hacer, pues su mujer y su hija estaban solas en Cuba y que, si no entraba en EE UU, tenía que volver a ayudarlas. El marine le preguntó si estaría dispuesto a utilizar la violencia contra ellos, a lo que contestó que no.
"Que dios te bendiga", dijo entonces el militar, que de un salto bajó del jeep y comenzó a indicarle en el horizonte la ruta para eludir el campo minado norteamericano. "Es peligroso", fue su último comentario antes de que Mandy iniciase el descenso por el pequeño y temible acantilado que le conduciría a Cuba. Pasé las dos primeras alambradas sin contratiempos. Sin embargo, al llegar a territorio cubano vio con horror un gran cartel con letras rojas que decía: "Peligro, campo minado". Sudando, avanzó muy despacio unos 30 metros por un paisaje de rocas y arbustos color dinamita, hasta que, al amanecer, un soldado cubano le ordenó quedarse quieto por un megáfono. Al poco tiempo, tres zapadores con uniforme verde avanzaron hacia él con unas varillas en la mano con las que tanteaban el terreno y marcaban las minas para el regreso.
La evasión de Mandy tuvo lugar a finales de febrero. Sin embargo, al principio, huir de la base no era tan fácil, pues los soldados norteamericanos perseguían y detenían a los que lo intentaban.
Alejandro Gómez, Bimbo, fue capturado de noche por un grupo de tres rangers cuando estaba a cinco metros de la cerca.
Los rangers iban con la cara pintada y con gafas de rayos infrarrojos, y creyó que le iban a matar con la bayoneta cuando fue apresado. Bimbo, un vecino del pueblo de pescadores de Cojimar, fue llevado al pulguero, una de las dos cárceles que hay en la base, donde pasó una semana encerrado hasta que se escapó y huyó por la costa. Se marchó con Juan, otro amigo de Cojimar que no tuvo tanta suerte como él. Juan voló en pedazos al pisar una mina a 50 metros de su amigo, dejando a su mujer con trillizos, que acababa de tener cuando se desató la crisis de las balsas y su marido partió hacia la yuma.
Hasta la fecha, ni las autoridades cubanas ni las de EE UU han dado una cifra oficial de muertos y heridos, pero se sabe que son varios -algunas fuentes afirman que entre 10 y 15- los balseros y zapadores que han perdido las piernas o han perecido desde que el 9 de septiembre Cuba y EE UU firmaron el acuerdo de Nueva York, que estableció que ningún cubano podría entrar a EE UU desde Guantánamo. Desde entonces, 1.027 refugiados han regresado a su país cruzando el campo minado.
El mirador de Malones es quizás el mejor lugar para observar el drama de los balseros. Malones es una loma dentro del perímetro defensivo cubano, desde donde se ven los 25 kilómetros de alambrada que sirve de frontera y separan la base de las postas cubanas. Con unos buenos prismáticos, por la mañana es posible distinguir unos puntitos negros junto a la cerca, que no son otra cosa que los refugiados que han logrado entrar en el campo minado la noche anterior.
La tierra de Guantánamo es roja y seca. Desde la altura se puede apreciar el polvo que levantan los vehículos militares cubanos cuando se acercan a la frontera para rescatar a los refugiados. Muchos refugiados saltan cerca de la posta 22, y de allí, cuando ya han recogido a cinco o seis, los soldados los trasladan hasta otro punto en el que espera una ambulancia de la Cruz Roja, donde un médico y una enferma les dan la primera atención y los llevan a un albergue en Guantánamo que está frente a la cárcel de mujeres. Allí pasan cerca de una semana jugando al dominó y al béisbol con pelotas de trapo mientras el Ministerio del Interior comprueba su identidad y les hace un chequeo médico. A los pocos días los dejan marchar a su casa. Algunos llegan a La Habana y se encuentran con que su mujer tiene otro marido o que ha vendido sus pertenencias. Otros, como Mandy, viven en la ciudad de Guantánamo y todavía no han perdido la esperanza de entrar en EE UU por vía legal. Son ya más de mil, y algunos han muerto por volver al lugar de donde salieron soñando con el paraíso.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.