Weimar en Rusia
Se cumplen esta semana diez años de la llegada de Mijáil Gorbachov a la cúpula del Kremlin. Una década que ha cambiado el mundo. Y ha transcurrido un lustro desde la caída del muro de Berlín. Es pronto para explicar e incluso intuir muchos de los efectos del gran terremoto político y cultural que tan bien simbolizan las imágenes del 9 de noviembre de 1989 y cuyos primeros temblores se remontan a marzo de 1985. No sabemos qué va a pasar en Europa en los próximos años, ni en los próximos meses siquiera. Estamos abrumados ante la velocidad de los acontecimientos tras la parálisis de la guerra fría.Sí podemos, sin embargo, descartar ya ciertos escenarios que se nos ofrecieron con la caída del imperio soviético. Entre, ellos, el del orden armónico bajo la ley universal de la democracia y las leyes del mercado que prometía, entre otros, Fukuyama con su ensayo sobre el fin de la historia. Son varios los países, incluso regiones enteras, que están hoy más lejos de la democracia que hace un lustro.
En los Balcanes, varios regímenes ultranacionalistas autoritarios tienen ya la pureza racial, el mito histórico y la revancha militar como razón de Estado. En las costas meridionales del Mediterráneo pronto podríamos ver constituidas teocracias virulentamente antioccidentales. Entre los regímenes laicos que se tambalean está alguna pieza clave de la seguridad occidental.
Pero sobre todo está Rusia. Y tan evidente como la frustración del sueño de redención capitalista de Fukuyama es la condena al fracaso de la esperanza de generar en pocos años en Rusia un Estado y una sociedad homologables con los existentes en Occidente. Rusia no será un Estado liberal y de derecho en un futuro previsible. El voluntarismo de unos pocos rusos y el apoyo cicatero o generoso del exterior no podrán impulsar a la nación rusa al gran salto que sería necesario para recuperar en años o pocas décadas un retraso de al menos, dos siglos en su desarrollo político-social. No puede ser y además es imposible.
Es ésta una certeza de gran parte de los círculos académicos especializados en Rusia a la que los centros de poder en Occidente se muestran absolutamente impermeables. Desde hace unos años, parece sólidamente instalado en las capitales occidentales y ante todo en Washington y Bonn el dogma de pura fe de que Rusia ha dejado de ser un peligro y está encauzada irreversiblemente hacia una democracia que comparte sus intereses generales con Occidente.
En Washington coinciden la Casa Blanca y los republicanos en que Rusia "no es problema". Una, por la política marcada por el filorruso entusiasta de Yeltsin que es el vicesecretario de Estado, Strobe Talbott. Los otros porque este argumento cimenta su tendencia aislacionista y agiliza la retirada norteamericana de Europa. Y Bonn es el ejemplo más claro que cómo intentar solucionar un problema negando su existencia. Toda formulación de los más que probables escenarios en que Rusia se convierta de nuevo en una amenaza para sus vecinos es descalificada como producto de la nostalgia de la guerra fría. Este tabú hace imposible la redefinición de nuestra política de seguridad y de las respuestas posibles de la OTAN a hipotéticas actuaciones de Moscú contra sus vecinos.
Rusia ha dejado ya de respetar los códigos de conducta que había asumido. Desde los bombardeos de saturación contra los chechenos a las amenazas a vecinos, incluida Finlandia, si osan utilizar su soberanía para integrarse en la OTAN, ya bajo Yeltsin se ha restaurado el lenguaje y parte del modus operandi del pasado. Es más probable que esta tendencia se intensifique a que decaiga. Y los humores antioccidentales aumentan en la Duma y entre la población. Hay cuestiones que Occidente ha de formular aun a riesgo de ofender al Kremlin. Todos deseamos que la Rusia de hoy no sea Weimar. Pero a la vista de tantos indicios, es temerario excluir que lo sea.
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