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Crítica:CINE: LA MUERTE Y LA DONCELLA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Ni olvido ni perdón

Ingmar Bergman ideó para el prólogo de La flauta mágica una colección de rostros que, en actitud entre atenta y gozosa, oyen los compases de la obertura de la ópera de Mozart. Rostros de toda raza, sexo y edad componían la prístina parábola bergmaniana sobre la música como lenguaje universal. También en un concierto, unos oyentes y una obra imperecedera, La muerte y la doncella, de Franz Schubert, juegan un papel determinante en el filme de Roman Polanski. Sólo que ahora los rostros son pocos, se miran desde un palco -desde arriba- hacia la platea, y viceversa; están crispados y ya no son capaces de admirar los ricos meandros del cuarteto de cámara.El último, terrible y a la postre cívicamente fundamental filme de Polanski tiene como eje no tanto a Schubert como a la memoria, el dolor, el horror, la rotura. Cuenta la historia de una mujer que, en un país innominado -pero inequívocamente Chile-, y en una casa aislada y recóndita, intenta rehacer su vida y olvidar la pesadilla que la persigue desde años atrás, la horrenda experiencia de haber sido repetidamente torturada y violada por un médico que abusaba de ella mientras le hacía escuchar La muerte y la doncella. Pero todo cambia en su vida la noche en que cree reconocer, tras los rasgos elegantes de un servicial y confeso demócrata que ha auxiliado a su marido en la carretera, la voz del torturador de antaño.

La muerte y la doncella

Dirección: Roman Polanski. Guión: Rafael Yglesias y Ariel Dorfman, según la obra teatral homónima de éste. Fotografía: Tonino delli Colli. Producción: Thom Mount y Josh Kramer, Reino Unido-Francia-España, 1994. Intérpretes: Sigourney Weaver, Ben Kingsley y Stuart Wilson. Estreno en Madrid: Palacio de la Prensa, Real Cinema, Duplex, Ideal, Proyecciones.

Sin disimular nunca el origen teatral de la trama, y con un trabajo formidable del solitario trío de actores que ocupa perennemente el encuadre -¡qué impresionantes los tres, y qué brutal la metamorfosis deslumbrante de Sigourney Weaver, qué grandiosa actriz!-, Polanski fabrica un filme que tiene su sentido último no sólo en el deseo de conmover al espectador -cosa que, por otra parte, logra sin mayores esfuerzos-, sino en la firme voluntad de hacerlo pensar, de obligarle a posicionarse respecto a un aspecto central de la trama -¿es o no cierto que ese inofensivo ciudadano es el torturado?-.

¿Venganza legítima?

Pero también, y a la postre es eso lo que importa, respecto a la legitimidad ancestral de la venganza enfrentada a la ley de los hombres, la conciencia agredida de la víctima frente a la impunidad del verdugo. Polanski espera de su espectador no tanto la identificación afectiva cuanto el necesario ejercicio de interrogarse como ciudadano sobre una violencia verdadera -no la cinematográfica: no es éste un filme para amantes de Quentin Tarantino- que no se llama Chile, sino que, hoy por hoy, responde por neofascismo, fundamentalismo, limpieza étnica, nacionalismo excluyente.

El filme se ha hecho, y es una suerte, para eso: para recordarnos que el oprobio y el dolor han existido, y desgraciadamente siguen existiendo. Ejercicio de la memoria, pues, que es la que siempre, absolutamente siempre, nos preservará como seres humanos del aniquilamiento, de la sinrazón, de la vergüenza.

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