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La doctrina oficial

La doctrina oficial es irresistible para los miembros de cualquier fratría. Los confirma en la fe, les tranquiliza la conciencia si son muy mirados, les renueva el entusiasmo por la causa y, en numerosas ocasiones, les reconcilia con su interés más económico. La doctrina oficial se expande rápidamente, y se expresa por los asociados con tal aire de convicción y ardor que puede incluso ganar el asentimiento de quienes, no siendo miembros de la fratría, ni siquiera simpatizantes predeterminados, observan lo que sucede y lo que se dice, y aceptan la doctrina que, por esta vía, acaba conviertiéndose en verdad indiscutible.Así, los apóstoles de la doctrina oficial pueden acabar siendo forjadores de historia, siempre que se entienda por tal, como es obvio, no lo que pasó, cuestión accidental, sino lo que se dice que pasó. He aquí que, al parecer, hace unos años (1983-1986) hubo una entidad o nombre, de ámbito impreciso, llamado GAL, que se indentificó con la comisión de más de treinta asesinatos y algún secuestro; asesinatos, sin embargo, precisos, bien acabados, sin ambigüedad alguna.

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1 Y he aquí que cuando las investigaciones demostraron la presencia en esa precisa ambigüedad de personas integradas en aparatos policiales, alguien, siempre mal pensado, empezó a sospechar que podría. haber alguna conexión entre funcionarios y contratados y los jefes políticos de los servicios de que los funcionarios dependían, y que quizá algún dinero del erario público podía haber sido lubricante de las hazañas.

Pues bien, en los avatares de estos últimos ocho o diez años, en la dialéctica jefes políticos versus sujetos mal pensados ha habido algunas inolvidables aportaciones al corpus de la doctrina oficial. Recordaré sólo tres.

La primera, cuya predicación va acompañada de la oportuna compunción y lamento, es que los jefes no pueden informar sobre el destino de los dineros, porque su ímpetu clarificador estaba contenido por la omertá legal, la dura obligación del secreto oficial. Esta doctrina, ahora empequeñecida por el Tribunal Supremo, no ha impedido, sin embargo, que se informe sobre algunos beneficiarios de dichos fondos reservados, como los señores Fraga y Rupérez, por ejemplo.

La segunda es la de que el investigador de aquellos ya antiguos desaguisados es un envidioso resentido conspirador que nos tiene ojeriza y no repara en medios para fastidiar. Esta doctrina ha recibido muy valiosos avales directos y apoyos colaterales de muy ilustres presidentes o ex presidentes de un tribunal muy constitucional, que no han querido dejar de hacer su modesta contribución a la ardua tarea común, aunque la prueba de la conjura nunca ha sido exhibida.

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La tercera y más reciente es la de que, en realidad, el GAL no fue una creación, sino una herencia, y que los jefes políticos sospechosos de aquellas conexiones en realidad son sufridos defensores de la ley, a la que, por fin, en 1986 hicieron prevalecer, terminando con la desvergüenza heredada. Doctrina, hay que reconocerlo, muy bien traída, versión paralela de aquella otra, inefable, según la cual, por ejemplo, siempre se ha robado; doctrina que ha podido corroborarse con las declaraciones, muy oportunas por cierto, de un anciano general, que si bien la contradicen, parece que la amparan, sobre todo por cuanto confirman que la porquería venía de lejos, aunque no nos dice cuándo, antes o después, resultó estimulada desde el poder, si es que alguna vez lo fue.

Si bien se piensa, ¿por qué no se les ocurrió esta doctrina en el mismísimo 1983, cuando sucedió la primera fechoría marca GAL? Hubiera sido todo tan sencillo... Además, en 1986 se hubieran podido poner entorchados adicionales, en la celebración del triunfo sobre el mal, quiero decir, el GAL. Pero, fruto de la modestia o del descuido, la doctrina que ha cosechado entusiastas como una explosión de fuerza primaveral quizá llega un poco tarde.

. Y por ello, aparte de no ser muy coherente con las actitudes mantenidas antes por los jefes en sospecha y los jaleadores de servicio, ni con las otras doctrinas defendidas en estos años de incertidumbre y forcejeo, parece más bien recurso infantil a la desesperada, que equivale a una confesión: siempre se ha matado, luego..., y mezquina, la verdad, para los antiguos jefes de UCI), que, sobre haber tenido que pechar con la porquería, ahora pueden resultar, inicuamente, sospechosos de producirla.

Leo en Nietzsche: "Nos equivocamos pocas veces si atribuimos las acciones extremas a la vanidad; las mediocres, al hábito, y las mezquinas, al miedo". Y es que son como niños, también malvados.

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