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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Treinta y tantos

Hace nueve años, el canadiense Denys Arcand alcanzó la notoriedad internacional con El declive del imperio americano, un curioso, irónico, retrato generacional centrado en varias parejas que estaban dejando atrás la treintena. Los problemas entre hombres y mujeres, el descontrol amoroso, la fidelidad y el sexo desbocado como salida personal, y hasta el fantasma del sida, hacían su aparición por la película, un intento de explicar que todos los imperios terminan por desmoronarse también en lo moral, y el declive del estadounidense guardaba comunes, inquietantes, puntos de contacto con el fin de la Roma clásica.Después de una muy personal alegoría sobre la religiosidad contemporánea, Jesús de Montréal, Arcand volvió a la carga otra vez con un filme sobre las relaciones personales. La primera, y no banal, es el abandono del francés por el inglés, lo que no debe verse como una renuncia hecha por un francófono, sino como el refuerzo para una tesis: que la vida es hoy, en Canadá, considerablemente similar a la estadounidense, con sus secuelas de violencia y vacuidad vital.

La verdadera naturaleza del amor

Director: Denys Arcand. Guión: Brad Fraser. Fotografía: Paul Sarossy. Producción: Roger Frappier. Canadá, 1993. Intérpretes: Thomas Gibson, Ruth Marshall, Cameron Bancroft, Mia Kirshner, Joanne Vannicola, Matthew Ferguson. Estreno en Madrid: Ideal Multicines (V. O.).

Y ahora, no a partir de las fórmulas de la comedia ingeniosa y brillante, sino con el aire sombrío del filme criminal: desde la primera secuencia, las vidas de un grupo de personajes que continuamente se entrecruzan sin conocerse están marcadas por el brutal deambular de un asesino fetichista, sobre la dilucidación de cuya identidad se mantiene continuamente atento al espectador. Pero no sólo en los ropajes genéricos o en la lengua empleada se aprecian las diferencias respecto a la obra anterior. El rasgo más identificador de este filme de inspirados diálogos, que sabe esconder su inspiración teatral, es el pesimismo que Arcand transmite a sus criaturas, casi, todas ferozmente individualistas, aunque estén pidiendo a gritos compartir sus vidas con alguien. Con el eje que le brinda un personaje excelentemente dibujado, el homosexual David -Thomas Gibson, sencillamente perfecto-, un narcisista brillante y aparentemente autosuficiente, Arcand, borda algunos retratos de jóvenes cerca de la treintena: una periodista romántica y amorosamente desafortunada, una lesbiana coherente y despechada, un adolescente que descubre sus inclinaciones gays, un yuppie harto de mujeres, un dependiente de bar que acaba de separarse.

Todos ellos terminan por construir no tan sólo el microcosmos cerrado que de hecho constituyen, sino un verdadero retrato de generación con problemas, una sórdida radiografía del amor en los tiempos del desarraigo. Sus frustraciones son, de alguna forma, las nuestras, de la misma manera que sus ilusiones canceladas se parecen a las de muchos de nosotros.

Arcand sigue con este filme en la misma línea de coherencia testimonial: su mirada incisiva ilumina los aspectos más hoscos del hombre contemporáneo en las sociedades avanzadas, su incapacidad amorosa, el vacío vital, la frustración por una existencia que alguien decididamente, no nosotros, ha organizado para que en ella nos movamos. A pesar del aire de comedia, a pesar de la ternura que puedan despertar en nosotros sus criaturas, no cabe duda de que el resultado es patético y terrible. Como la vida misma.

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