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Una extraña y apasionante jornada de cine español

Las dos películas españolas convocadas por la Berlinale se escaparon en el penúltimo día del festival del tono de adocenamiento impuesto por la escasez de cine vivo. El rey del río es pese a un grueso error de guión fácilmente subsanable, una obra de gran estilo admirablemente compuesta. Y el debutante Daniel Calpasoro ofreció con su Salto en el vacío una torpísima y abrupta tacada de cine salvaje, pero con la semilla del talento, el dolor y la originalidad bajo sus balbuceos.La larga ausencia de Manuel Gutiérrez Aragón de la pantalla gran de creó alrededor de su retomo a ella con El rey del río esperanzas y dudas. Estas se han despejado y aquellas se han visto colmadas, pues el cineasta ha vuelto a su tarea (tras el paréntesis televisivo de El Quijote) con un dominio de la complejidad, un saberconvertir a ésta en cosa fácil y un virtuosismo en el dominio de la transparencia y el tempo realmente admirables. En ciertos aspectos El rey del río es su mejor obra o, cuando menos, la que más refinados momentos de cine lleva dentro. Se ve cómo se respira, pero latido a latido va acumulando un entramado de composiciones de personajes y de interrelaciones tan denso y sutil que entra en el territorio del cine adulto, el único que queda.

El sello de esa plenitud hay que buscarlo en la generosa entrega del director a los actores del mando de la película. Conscientes o no de ello, son éstos quienes asumen la función creativa superior y medular, y sólo cuando hay algún síntoma de desfallecimiento o de imprecisión en ellos desfallece o se hace impreciso el relato. Pero afortunadamente hay cuatro intérpretes, Ana Álvarez, Carmen Maura, Alfredo Landa y, en su corto cometido, Silvia Munt, que logran composiciones insuperables, y de su conjunción recíproca sale un andamio de zonas indirectas o subterráneas (en este caso sería más exacto decir subacuáticas) tan bien ajustado y entramado que arropa, ennoblece y eleva a quienes en el reparto no están a su altura.

Es más, hay un grueso error de guión que Gutiérrez filma al pie de la letra y que por un efecto de contraste o de carambola sirve, como un mal ripio en un gran poema, de alarma, de chirrido en medio de un despliegue de armonía, de modo que logra hacer violentamente evidente la existencia de ésta. Es el instante en que el guión y el director obligan a Ana Alvarez (que compone una muchacha enamorada con elegantísimos trazos indirectos) a dar durante unos segundos una inoportuna explicitud a esa pasión subacuática en que hasta entonces se, ha movido como el pez en el agua.

La pantalla cruje ante ese tosco exceso de evidencia, que por suerte puede eliminarse con el borrador de un pequeño e indispensable tijeretazo, que situará, si se produce, el trabajo de esta actriz en el lugar y la jerarquía que merece en ese fascinante tú a tú que mantiene con la maestría de Alfredo Landa (capaz de poner la piel de gallina con su simple mirada al espejo en la escena del afeitado) y de Carmen Maura, cuya composición es tan acabada como la del actor. Incomparable trío, al que Gutiérrez, a la manera de los grandes directores, concede, con mano de hierro, entera libertad.

Si El rey del río es elegancia y acabamiento, Salto al vacío es tosquedad y balbuceo. El joven vasco Daniel Calpasoro tiene por delante casi todo por aprender. Pero tiene también algo que no se aprende: una manera suicida de balbucir pasión, de jugarse el tipo en cada toma que rueda de esta su turbulenta y salvaje representación de la turbulencia y el salvajismo. Hay originalidad y un coraje inaudito en esa (narrativamente inconsistente, carente por completo de vertebración) pesadilla que se ha traído bajo el brazo a Berlín, y que convierte, para entendemos, a Reservoir dogs en Bambi.

Dónde conduce la mirada con destellos de navaja barbera de este aprendiz de cineasta en un misterio. El filme es un castillo de naipes sobre el vacío, pero inexplicablemente se sostiene. Su sentido del exceso conduce a formas de violencia tan atroces, pero visualmente tan vigorosas, que convierte en apacibles viejecitas a infinidad de cineastas bebés, de esos que tiñen con sangre sus pañales y van de bronqueros por las bambalinas con colmillo retorcido de la trastienda del conformismo airado, tan abundante en el papanatismo audiovisual. Tiene Calpasoro el fluido imaginativo que llamamos, sin saber exactamente de qué se trata, talento. Puede digerirlo o puede ser devorado por él.

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