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Francia presenta una comedia de Agnes Varda más allá del ridículo

Segunda aportación alemana al centenario con un solvente documento de Edgar Reitz

Sigue hasta el empacho, y la cosa no ha hecho más que comenzar, el bombardeo de actos y películas de autobombo nacionalista dedicado a conmemorar el centenario del cine. Ayer, Alemania volvió a la carga con un grave documento de Edgar Reitz dedicado a indagar las conexiones entre el cine y la trágica historia de este país. Merece la pena, y quedará. Pero fue precisamente Francia, madre de la criatura, la que parió el engendro, y la partera fue Agnes Varda.

Varda es la firmante de una espantosa comedia que hay que situar en los inefables territorios más allá del ridículo, en los mismísimos dominios del espanto, donde despierta asustada la sensación insoportable de la vergüenza, ajena.Edgar Reitz se ha comportado como lo que ha demostrado siempre ser: un cineasta austero y solvente, no muy imaginativo, pero con la impagable virtud del comedimiento y el pudor. Antes de dar un paso en falso, es de los que piensa dos veces, y esto le permite dar marcha atrás y no darlo, al menos del todo.

Es lo que hace en La noche de los cineastas, donde emprende una arriesgada ficción metafórica (la intervención de una especie de filmoteca utópica, en medio de una plaza de Múnich, que reúne toda la memoria visual de la vida alemana de este siglo) y dentro de ella encierra a su cámara con una veintena de cineastas compatriotas, que, con cierto tono psicodramático, van depositando en la pantalla sus ideas sobre el cine y los hilos que unen su obra, y la de sus maestros del gran cine de entreguerras, con la tragedia histórica alemana.

De la maraña de estas interrelaciones, Reitz no extrae deducciones, pero formula enigmas. Y ésa es precisamente la tarea del poeta. De ahí que su Noche de los cineastas, pese a sus cortedades formales, (y para entender éstas hay que tener en cuenta que el filme es un encargo televisivo, complementario de otros, hechos a Martin Sccorsese y a Jean-Luc Godard sobre el cine de sus respectivos países) puede quedar como un buen trabajo, incluso con rasgos de ejemplaridad.

Por el contrario, la (ex) cineasta francesa Agnes Varda, en su humillante Las cien y una noches, se quita las lentillas y se lanza a tumba abierta, en una comedieta alegórica sobre un ancianito llamado astutamente Monsieur Cinenia (embolado a cargo del pobre Michel Piccoli), en cuyo palacete se mueven todas las sombras habidas y por haber de la historia del cine, y entre todas ellas fabrican para este vapuleado arte un ombligo francés de proporciones (por su tamaño) cósmicas y (por su ingenio) microscópicas. El. disparate resultante es indescriptible y huele, es decir: apesta, a premio honorífico.

Gracias dialécticas

La comedia (o la nada) queda definida por sus innumerables gags. Dos joyas de esta colección vardiana: por allí merodean los hermanos Lumière. Nadie dice quiénes son, pues se les reconoce a simple vista: llevan sus levitas llenas de bombillitas encendidas, por aquello de la lumière. Y por si la cosa no queda del todo clara, Piccoli exclama al verlos: "¡Oh, los hermanos Lumière!"

Nueva gracia dialéctica, ésta para advertir que va a salir a re lucir el nombre de Woody Allen: "¡Cojamos el dinero y corramos!", que hace las delicias de la cinefilia subnormal y por todos los síntomas deja, en París, reventado el cerebro del dialoguista, quien, para hacemos entender que Ingmar Bergman está a punto de aparecer en su diálogo, nos suelta este agudo y sobrecogedor pensamiento: "Es mejor hacer cine con susurros que con gritos". Pues peor todavía: en Las cien y una noches, aparte de que una vaca lechera hace de Luis Buñuel, para que no nos olvidemos de que La edad de oro se hizo en Francia, se nombra a todos los papás franceses del cine, pero ni una palabra sobre John Ford y David Griffith. Son cuatro muestras, entre las cuatro cientas, del derroche de ingenio.

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