Reina Sofia: la tercera oportunidad
Dos años y medio después de la instalación de la colección permanente del Museo Reina Sofía, un escalofrío recorre las salas del antiguo hospital fundado por orden de Fernando VI. El nuevo director, José Guirao -el hombre que Carmen Alborch puso al frente del museo español de arte contemporáneo tras acabar con la anterior directora, María Corral, sentenciada desde su llegada al ministerio-, prepara cambios. El Reina Sofía sigue siendo una frustración, desde que hace más de cien años el Estado creara el primitivo Museo de Arte Contemporáneo. La cuenta pendiente de España con el arte no está saldada.El buque insignia de la modernidad, el pabellón de la cultura socialista, hace aguas. El desinterés de un Estado arruinado cultural y materialmente a lo largo de nuestro siglo, la ausencia de grandes fondos significativos y el alejamiento de España de las grandes corrientes artísticas internacionales a partir de los años treinta, han dejado una herencia maldita. La acumulación de nombres españoles en la nómina de la gran historia del arte contemporáneo no ha sido suficiente para remediar el descalabro. Ni la fuerza de Picasso, Gris, Dalí y Miró -un póquer de ases imbatible en el siglo XX- lo ha conseguido. El tópico de que éste es un país de pintores (y no de músicos, por ejemplo) no ha bastado por sí solo para formar una colección solvente del arte de nuestro tiempo. La resurrección de las últimas décadas, con artistas españoles fundamentales, tampoco.
A los tiempos de penuria y de satanización de la cultura, han seguido vientos de ansiedad. Con la llegada de la democracia, se ha producido la gran apertura. Lamentablemente para el arte contemporáneo, ya era tarde. Los precios de las mejores obras en las subastas y los mercados internacionales han alejado la posibilidad de formar una colección importante y solvente. Tan sólo los legados de los grandes nombres o carambolas al estilo Thyssen han permitido dar rienda a la fantasía de que el milagro de formar una colección importante era todavía posible.
La historia del Reina Sofía es un despropósito. El nombramiento de dos de los mejores expertos españoles (Tomás Llorens y María Corral) como directores ha dado paso a su defenestración con malos modos, víctimas de sus dudas, de ambiciones propias o ajenas y de los celos de quienes les habían elegido para el cargo. El nuevo director nombrado por Alborch tras una refriega con María Corral digna de las mejores escenas del neorrealismo italiano, ha llegado cargado de sensatez y buenas intenciones. Con la sombra de un Gobierno que agoniza, va a ser difícil que ni siquiera tenga el tiempo para intentarlo.
El reto del Reina Sofía pasa por la instalación de una colección permanente capaz de interesar al público. Los 834.000 visitantes del año pasado han llegado hasta el museo atraídos fundamentalmente por las exposiciones temporales. Sin el surrealismo y el Dalí joven en 1994 o sin Antonio López en 1993, el Reina Sofía, se habría quedado en medio millón de visitantes. Una cifra ridícula para uno de los museos más grandes del mundo que cuenta, además, con el estandarte (solitario, eso sí) del Guernica; probablemente el cuadro más emblemático de nuestro tiempo.
El nuevo director, que ha estrenado el cargo inaugurando Cocido y crudo, una exposición repleta de agradecidos aspirantes a artistas, no lo tiene fácil para su guiso. La tercera oportunidad del Reina Sofía pasa, en primer lugar, por conseguir una colección permanente capaz de dar solvencia a un museo que, hasta ahora, ha sido poco más que un centro de exposiciones. Desde la necesidad de incorpora nuevos fondos de Picasso a la redefinición de la colección a partir de los años cincuenta para frenar o dar satisfacción a las legítimas ambiciones de los artistas nacionales o al simple indulto del Guernica, todavía vergonzantemente exhibido tras un cristal, el catálogo de urgencias no es despreciable.
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