Sangre jacobina
Antonio Machado dijo que llevaba dentro gotas de sangre jacobina, pero ya no importa qué se mueve en las arterias de los poetas: es incómoda ira líquida procedente de los tiempos oscuros que Brecht llamó natales, que son los que ahora corren disfrazados de otros. Y Jean Rehoir reclamó la sangre del agitador jacobino Saint-Just, un muchacho que hace dos siglos, en tres años de furia, puso patas arriba a Francia antes de que (tenía 26 años) la guillotina ante la que arrodilló a sus adversarios le cortara (sin una queja) el cuello. ¿Qué hay en la sangre de este sanguinario que espíritus apacibles la convocan como distintivo de elevación?Ahora que Valle Inclán dirige radios, televisiones y periódicos y Montesquieu es noticia de primera página, merece cobijo en un rincón su nieto díscolo, ya que bajo el asfalto del final de milenio se oye todavía el crujido de la fractura de Europa tras el discurso de Saint-Just (tenía 23 años) en la Convención Nacional, en noviembre de 1792. Se discutía acaloradamente si el, destronado Luis XVI debía ser juzgado por el parlamento o, como un ciudadano, por un tribunal ordinario. El muchacho subió al estrado y su voz puntiaguda se abrió paso en el guirigay, dejando tras ella un aterrado silencio. De su boca brotó este sombrío puñetazo de lógica: "¿Juzgar a un rey como un ciudadano? La fría posteridad se a3ombrará de esta locura demasiado ostensible: no se puede reinar inocentemente".
Si España multiplica esta evidencia es porque -bajo el diluvio de quejas de inocencia con que gobernantes y aspirantes a gobernar empapan el embarrado patio ibérico- Saint-Just reencarna el tábano surrealista del ángel exterminador, ése que no deja títere con cabeza en las catervas de los simuladores, pues lo que aquel severo lógico llamó rey (individuo con poder teologal) dos siglos después no es cosa, de uno, sino que abarca a muchos., Y la locura demasiado ostensible es ahora: no se puede gobernar (o aspirar a hacerlo: es lo mismo) inocentemente.
Añadió Saint-Just: "Una espantosa calma sigue a nuestras tempestades", que en el fimal del milenio dice: el estruendo de ahora es agua perfumada comparado con el abominable silencio que le seguirá. Y otra gota: "La virtud se une al crimen en tiempos de desorden, y entonces la corrupción hace una pausa, asombrada por sus propios resultados. ¡Tened el coraje de oírme: mis palabras son menos funestas que vuestros sueños!", que explica que adultos apacibles (Machado, Renoir) prohijen al niño rabioso.
Albert Camus apretó un nudo corredizo en la garganta de la simulación, cuando en La caída (que Kieslowski tiñó en Rojo) desveló: No se puede juzgar inocentemente, cuarta pared del escenario donde se representa la farsa de que es posible ejercer poder (o aspirar a ello) inocentemente, impostura que borraron del mapa de los comportamientos Dostoievski en Demonios y Sartre en Manos sucias, libros que, masticados por la boca desdentada del esperpento ibérico, son derivaciones dulces de la andanada jacobina de un profeta galileo hace dos milenios: "Quien se sienta libre de culpa, que tire la primera piedra", que abre las tripas de la tempestad española y su futura espantosa calma.
Mirarse estos días en Saint-Just, Camus, Machado, Mateo, Renoir, es usar sin autoindulgencia el espejo, pues si alguien con poder se cree inocente, que lo calle y no en gorde más la impostura de que se pueden vulnerar destinos humanos inocentemente. Gobernantes y jueces necesitan crear sufrimiento, porque calmándolo justifican su existencia, dice Ladybird. Justo es que vayan a la sombra (como Saint-Just a la guillotina) sin rechistar, quienes son descubiertos con sangre ajena en las manos; pero también lo es que quienes escarban buscando oro en el estercolero tampoco acaricien la coartada de inocencia, no sea que la ensucien con la parte que les toca en este reparto multitudinario -porque mutitudinaria es la queja no de que el Es tado haga crímenes, sino de qué los haga mal: lo que envilece y criminaliza la vida española- de estiercol.
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