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Schommer descubre Madrid con los sueños y deseos de un viajero

El fotógrafo vasco asegura que con su último libro ha aprendido de nuevo a mirar

¿Cómo puede ver una gran ciudad un joven de 18 años que no ha viajado mucho fuera de su provincia, que sueña con Nueva York, con la gran megalópolis, con los rascacielos, el tráfico, la gente, los espectáculos? Así empieza el texto con el que el propio Alberto Schommer -Vitoria, 1928- ha escrito para iniciar El viaje, el libro de fotografías que acaba de editar Caja de Madrid. Esa misma pregunta es la que se ha hecho el autor, que ha intentado, dice, "a mis 60 años, meterme en la piel de un chaval de 20 que por primera vez visita una gran ciuda".

"El chico realmente sueña con Nueva York. Está obsesionado con toda una serie de cosas que sabe que existen, pero que nunca ha visto. Sueña con Nueva York, pero sólo tiene 20 años y ninguna posibilidad, por el momento, de convertir su sueño en realidad". Por la pasión con que se expresa cabe pensar que Alberto Schommer está hablando de sí mismo, del joven que llegó a Madrid desde Vitoria con la pinta de extranjero que le debe a su padre, alemán, y las cámaras de fotos al hombro que contribuirían a fijar el estereotipo del turista. Y su apellido imposible, por si quedaba alguna duda. Él no lo niega, solamente lo matiza. "Pues sí, no digo que no sea yo ese veinteañero. De hecho, algunos amigos que han visto las fotos sin saber quién las había hecho se han asombrado, ésta es la mirada de un joven, me han dicho, y yo, sí, sí, es un joven, pero entonces dudan, claro, porque son demasiado buenas, hay demasiada experiencia en ellas".Son aproximadamente 150 tontas, algunas interiores, pero la mayoría callejeras, en blanco y negro. Una simple ojeada basta para sumegirse en la gran ciudad. ¿Londres? ¿Barcelona? ¿Roma? ¿París? ¿Berlín? ¿Madrid? Después, si el mirón ya se ha enganchado, intuirá que aquellas imágenes no son independientes unas de otras, que ocultan una historia. Probablemente caiga en la tentación de pasar las hojas, rápidamente para conseguir la impresión de movimiento, de continuidad que, sin saber por qué, se desprende de las páginas.

"Es que, en efecto, el libro cuenta una historia, la historia de un viaje. No es que las fotos no se puedan ver de una en una, pero no han sido pensadas como individuales", dice el autor.

¿La historia de un viaje o la historia de el viaje, del viaje iniciático, de la vida entendida como viaje?, preguntamos. "En el fondo, ésa es la idea que subyace", contesta. "Yo soy un hombre reflexivo, un hombre que vive para dentro y yo creo que eso se ve en mi obra si se quiere mirar, con atención, soy una persona comprometida con miépoca...".

Para hacer este libro, Schommer se ha echado a la calle con la bolsa de las máquinas al hombro: tres Nikon F4, con objetivo de 35 milímetros y zoom 80-200 milímetros y una buena provisión de carretes en blanco y negro de diferentes sensibilidades, y ha recorrido la ciudad de día y de noche, en invierno y en verano, d,esdoblando su personalidad en "el joven que quería conocer Nueva York y un amigo mayor y bien relacionado que le va a acompañar por Madrid para abrirle las puertas que no se le abrirían a él", refiriéndose, cuando habla de 91 puertas vigiladas, a las de algunos grandes hoteles, las del Congreso, la Bolsa, el auditorio, la plaza de toros o los camerinos de los teatros. El relato, por coherencia con el género novelesco, está estructurado en capítulos: Termina el primer día, Empieza el día siguiente... "La mayoría de las veces los fotógrafos hacemos una recopilación de fotos sobre un tema, pero no llegamos a contar. Pero en este caso yo voy, paso a paso, contando. Es un libro que exige empezar por el principio", asegura, y añade también que su argumento incluye además algún suspense, juegos con el lector o con quien como se llame el que lee un libro de imágenes: "Cuando el chico llega a Madrid ve en la estación a un tipo misterioso con gafas oscuras, de ésas que no dejan ver los ojos. Le parece que le mira, fantasea si será un espía... y cuando vuelve a la estación para regresar a su tierra, allí está de nuevo del hombre aquel".

Así que se hace obligado preguntarle al fotógrafo cómo es que no se dedica al cine cuando en realidad está poniendo en pie un guión, cómo es que no cambia de oficio ya que tanto le preocupa captar la sensación de movimiento: "Pues al principio no hice cine porque no me dejaron en casa, pero enseguida descubrí que la fotografía era mi lenguaje y que lo que tenía que conseguir era hablar a través de ella con mi propia voz".

Inquieto, buscador incesante, como él mismo se reconoce, sigue en la búsqueda: "Esta experiencia de volver a coger las cámaras y lanzarme a la calle como hice hace casi treinta años, me ha hecho sentirme como si acabara de coger una máquina por primera vez en mi vida. He vuelto a mirar como un novato a través de ese verdadero tercer ojo que es la cámara y me he dado cuenta de que yo nunca he visto la realidad como algo ordenado, sino como algo que está constantemente lleno de interrupciones. Es decir, que ese chico que llega a la ciudad quiere verlo todo, pero siempre hay algo que se interpone entre su deseo de ver y lo que quiere ver, un coche, un árbol, una señal de tráfico o las piernas de una chica estupenda que está merendando en una cafetería y no consigue ver su cara. Y pensando en todo esto he inventado un término que creo que conviene a este último trabajo mío: fotografía con interferencias".

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