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Memoria y respeto

Se cumple estos días el 500 aniversario de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz. Hace ya -o tan sólo- medio siglo, un mundo que se creía curado de espanto después de cinco años de guerra generalizada quedó paralizado por el horror de las imágenes captadas por las tropas soviéticas. Allí, en las tierras pantanosas de la Silesia polaca, se había consumado la demostración de que el ser humano es capaz del mal absoluto.No había sido aquello un crimen más de los incontables habidos en la historia del hombre. Era algo cualitativamente distinto. Lo entendieron los agotados soldados soviéticos en aquel dantesco escenario como los intelectuales europeos que no habían sucumbido ante el sueño redentor del totalitarismo nazi. Aquello no tenía precedente. No lo fueron las campañas sangrientas de Gengis San o Atila, ni las cruzadas en Tierra Santa, ni la Guerra de los Treinta Años, ni la s matanzas de indios en las Américas. Ni siquiera las liquidaciones masivas de Stalin. Algunas se cobrarían más víctimas que el nazismo. Pero en ninguna se alcanzaron cotas tan altas de eficacia criminal. En ninguna fue como en el holocausto la muerte en sí objetivo no ya prioritario, sino único de tamaño esfuerzo humano. Con meticulosidad administrativa, efectividad industrial y racionalidad económica. No hubo lucha, ni siquiera ya odio. Las víctimas habían sido despojadas de los últimos vestigios de humanidad. No merecieron ni ese mínimo respeto que denota la rabia del criminal en una muerte violenta.

Al cumplirse este medio siglo desde Auschwitz son muchos los indicios de que la memoria de aquel horror se desvanece, y con ella nuestra identificación con los pilares sobre los que se edificaron las sociedades abiertas y libres después de la derrota del nazismo. Éstos son la defensa de la democracia, las libertades y la pluralidad y la lucha contra el racismo y el fascismo de todo tipo. No puede haber tolerancia hacia la intolerancia, ni concesiones al desprecio del ser humano que es el racismo.

Las sociedades abiertas tienen cada vez mayores problemas para defenderse de amenazas en esta nueva y vieja Europa. Es grande la confusión provocada por los vertiginosos cambios políticos, la crisis de valores y la proliferación de incertidumbres. En este marco, la debilidad y la falta de decisión de la comunidad de Estados democráticos fomentan el resurgimiento de movimientos ultranacionalistas, tribales y antidemocráticos cuya bandera son el racismo y la intolerancia. Alimentan su desprecio hacia la democracia y el individuo. Lo demuestran los Balcanes. Pactar con nuevas y viejas formas del fascismo es darles crédito y fuerza e infligir un grave daño a la coherencia y al respeto que la sociedad libre se debe a sí misma. Es imposible combatir a los racistas en casa cuando se es complaciente y comprensivo con ellos fuera.

Conscientes de los peligros de la amnesia histórica, la Asamblea General de la ONU y la UNESCO han proclamado 1995 como Año de la Tolerancia y el Consejo de Europa promueve una campaña contra el racismo y la intolerancia, Ignorar o trivializar estos peligros es aumentarlos. La ignorancia y el miedo son los generadores de racismo; como el miedo y la mentira, las grandes bazas de los enemigos de la democracia.Tras años de individualismo feroz parece que la juventud en España vuelve a mostrarse dispuesta a la movilización solidaria. Sea muy bienvenida siempre que vaya acompañada de la reflexión personal y política y no manipulable por demagogos. Hacer frente a la intolerancia no sólo es condenar el genocidio. Ni indignarse ante agresiones gratuitas contra los más débiles. Es resistir la tentación de criminalizar al prójimo distinto o discrepante; de fomentar prejuicios y utilizar la mentira como arma arrojadiza. Las democracias tiene que estar alerta ante las asechanzas de sus enemigos. Pero además, los ciudadanos debemos mantener la guardia alta para vencer a diario a ese pequeño, fascista que todos llevamos dentro. Porque el respeto al prójimo y la defensa del prójimo humillado son la base de toda calidad democrática. Recordar a dónde llevó el desprecio a los hombres - víctimas y verdugos- en Auschwitz nos puede ayudar a respetar y respetarnos.

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