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Héroes de alquiler

Las confesiones de Amedo y Domínguez incluidas en el sumario del caso Marey han iluminado aspectos desconocidos del terrorismo de Estado pero no han descubierto su existencia; la sentencia con que la Audiencia Nacional condenó en septiembre de 1991 a los dos ex policías a 108 años de prisión como inductores de seis asesinatos frustrados ya nos había familiarizado con un mundo poblado por policías fulleros, matarifes de bajos fondos y mercenarios chapuceros. Sin duda, será preciso aplicar poderosos coeficientes reductores de veracidad a las confidencias inculpadoras para terceros de esta pareja de comerciantes de la memoria, que hoy hablan por los codos acerca de asuntos que ayer decían ignorar; si durante más de siete años permanecieron mudos como sepulcros y negaron las evidencias de sus responsabilidades en la recluta de asesinos a sueldo para los GAL, cabe también sospechar que sus parlanchines testimonios actuales incurran en mentiras.En cualquier caso, la realidad del caso Marey se va abriendo paso entre las tergiversaciones y los falseamientos de esos oscuros personajes, elogiados hasta hace pocos días como patriotas por los mismos dirigentes socialistas que hoy les califican de indignos. El núcleo de la historia escrita a sangre y fuego en el País Vasco francés entre 1983 y 1986 son los veintitantos asesinatos perpetrados por los GAL; sin embargo, la alienada instrumentación política de sus siniestras hazañas también deja un regusto amargo. Si la sentencia de 1991 de la Audiencia Nacional revelaba cómo los fondos reservados eran la lanzadera oculta entre el crimen y la corrupción, Amedo y Domínguez relatan ahora que las crecientes necesidades de los cazarrecompensas llevaron a los intendentes de los GAL a estudiar la ampliacion del negocio mediante una industria de extorsiones mafiosas contra empresarios franceses.

Lejos de asumir sus responsabilidades de acuerdo con las normas del Estado de derecho al que afirman defender, los diseñadores políticos de aquella mortífera estrategia han resuelto al parecer sustituir el arrojo por la astucia y el coraje moral por la triquiñuela legal. En un tiempo no tan lejano, los militantes del PSOE recurrieron a las armas para defenderse de las agresiones callejeras fascistas o para combatir a la dictadura. Pero ha pasado la época en que la violencia de la sociedad civil podía estar justificada: el sistema democrático y el Estado de derecho entregan el monopolio de la violencia legítima al poder constituido. Las revelaciones de Amedo y Domínguez, sin embargo, denuncian que algunos altos responsables políticos del Estado durante la etapa de Gobierno socialista no sólo restablecieron clandestinamente la pena de muerte abolida por la Constitución, sino que también descargaron la ejecución de los asesinatos -con todos sus costes penales y morales- sobre mercenarios reclutados en el hampa, pagados con fondos reservados y dirigidos por funcionarios públicos.

Esta vez la naturaleza no ha imitado al arte: en las confesiones de Amedo y Domínguez, los rasgos de carácter y las motivaciones de los agentes secretos creados por la literatura o el cine brillan por su ausencia. Como señalaba Vicente Molina Foix en estas mismas páginas, los dos expolicías y los matones a sus órdenes actuaron por razones ajenas a cualquier idea de justicia; estos codiciosos héroes de alquiler trabajaban para el mejor postor, regateaban el precio de los asesinatos como si fueran servicios administrativos y retenían pruebas contra sus superiores para protegerse en caso de ser descubiertos. Las exhortaciones abstractas a comprender los crímenes de los GAL deberían bajar a estos detalles concretos antes de seguir emitiendo el inquietante doble mensaje según el cual los veintitantos asesinatos cometidos por esa banda entre 1983 y 1986 no fueron organizados por el Estado español pero deberían ser disculpados por los nobles motivos que supuestamente animaban a los verdugos y a sus inductores.

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