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Decadencia y caída

Antonio Muñoz Molina

Hay como una prisa de liquidación en el final del año, una fiebre y un espectáculo de postrimerías, porque parece que no es un año lo que está terminando, sino una época, y que en toda recapitulación surge una saña de derribo, una urgencia de ajuste de cuentas. Las épocas no se sabe cuándo empiezan ni cuándo terminan, pero a todos nos gusta imaginar que estamos asistiendo al comienzo o a la caída de algo, sobre todo cuando el periódico nos suministra en primera página simbolismos tan obvios, héroes de ayer derribados y encarcelados, efigies demolidas, perseguidores que acaban siendo perseguidos, acusados que de un día para otro se convierten en acusadores, plutócratas que se pasean en chándal por el patio de cemento de una prisión o consumen con avidez un bocadillo aceitoso, sombríos multimillonarios acosados que fuman en el asiento posterior de un coche de lujo en el que se encaminan hacia los juzgados.Qué sabíamos de todo esto hace justamente un año, en los últimos días helados, de 1993; qué habremos llegado a saber cuando pase otro año, cuando estemos cumpliendo otra vez las obligaciones melancólicas de la recapitulación. Se nos acentuará el mismo sentimiento que tenemos ahora, el de un pasado que se hunde sin dejar nada, ni siquiera ruinas respetables, el de una vana década de mentira, codicia y vanidad, de decorados de teatro, de dinero tirado y tiempo perdido, de farsantes triunfales, impunes casi todos, a excepción de cuatro o cinco, los más escandalosos o tan sólo los que presentaban un blanco más fácil. Es posible que sólo ahora estén terminando los años ochenta, y no gracias a un ejercicio colectivo de lucidez y sentido común, sino tan sólo por el empeño de unos cuantos, jueces, y también porque los canallas y los estafadores conocieron una sensación euforizante de impunidad que acabó volviéndolos incautos. Y es sólo ahora cuando empezamos a encontrar un orden en las cataratas de acontecimientos, simulacros y palabras en las que tantas veces nos perdimos a lo largo de la década, en sus años de máxima ebriedad y sinrazón, cuando parecía que todas las cosas, porque sucedían, eran legítimas, y que además no podían ser de otro modo. Cyril Connolly dictaminó en 1938 que la prueba más elemental sobre el valor de un libro es que éste dure al menos diez años: si aplicamos ese principio no sólo a los libros sino también a los proyectos políticos y a las modas ideológicas, descubrimos que ahora, a finales de 1994, no queda nada de lo que parecía verdaderoso o valioso en 1984, no queda nada y desde luego no queda casi nadie, salvo las autoridades más coriáceas y los farsantes con más astucia y menos escrúpulos.

No es que los principios más celebrados entonces fuesen crueles o injustos. Es simplemente que resultaron falsos, y que ni sus máximos defensores creyeron nunca en ellos, a excepción de Mario Vargas Llosa, que es la única persona en este mundo que cree con absoluta honradez en el liberalismo económico. En 1984 el mercado era un término igualmente mágico en los discursos de los economistas y de los pintores. Incluso hubo una frase que hizo cierta fortuna por las galerías de arte: la vanguardia es el mercado. Hacerse rico era tener razón. Al cabo de unos años se ha visto que aquel liberalismo casi lírico significaba impunidad para saquear los bienes del Estado, robar a los pobres y traficar con el dinero público. En cuanto a aquellos artistas tan audaces, que aspiraban a imitar en las más alejadas provincias las excentricidades de Andy Warhol, acabaron todos colocándose como funcionarios o asesores en sus respectivas consejerías de cultura o diputaciones provinciales, y si no conquistaron Nueva York, como parecía inminente, andan ya en camino del tercer o el cuarto trienio.

Qué queda ahora de entonces: qué va a quedar de ahora dentro de 10 años, qué películas, qué rostros, qué libros, qué cuadros, qué héroes, qué canallas. El desafilo de Connolly es tan devastador en la vida pública como en la literatura, y en el fondo propone un plazo de prueba demasiado largo para la velocidad con que sucede todo en estos tiempos. Según los historiadores antiguos, los ciclos de ascenso, plenitud, decadencia y caída de las grandes familias y de los sistemas políticos se prolongaban a lo largo de tres generaciones. En el siglo XIX, en las grandes novelas sobre la ambición, las riquezas, los privilegios sociales y las reputaciones literarias se consiguen a lo largo de vidas enteras de constancia y coraje. La decadencia de la familia Buddenbrock -aun escrita en el siglo XX, Los Buddenbrock es una de las últimas novelas de siglo XIX- tiene una solemnidad funeral de imperio que se va hundiendo poco a poco, como se hunde en los pantanos la casa Usher de Allan Poe.

Ahora no hay tiempo para nada de eso. De las obras maestras de la literatura que se publican prácticamente todas las semanas no queda nada unos años después, si es que alguien se acuerda de ellas al cabo de seis meses. A Mario Conde la travesía hacia la cima del mundo y luego hacia la cárcel le ha costado menos tiempo del que le costó a Flaubert conseguir una versión satisfactoria de La educación sentimental. El monumento más simbólico de esta era o de esta década no es la cárcel de Alcalá-Meco, ni tampoco esos ampulosos edificios oficiales que con tanta justicia denigra Luis Fernández Galiano. La obra máxima de estos tiempos fue el castillo de fuegos artificiales con que se dio por concluida la Expo del 92. Se extinguió la última pavesa y las autoridades que contemplaban los fuegos desde una terraza aplaudieron un rato en la oscuridad. Apenas dos años desde entonces y ya no hay nadie que se acuerde de aquello.

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