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La literatura despiadada

Juan Cruz

Juan Carlos Onetti soñaba cuentos perfectos antes de morir. Julio Cortázar veía grandes dragones de acero al final del interminable paisaje de los ascensores, y probablemente Franz Kafka contemplaba arañas gigantes al término del túnel burocrático en que se constituyó la vida también para él.Todos los escritores soñaron alguna vez más allá de sus libros, y a veces esos sueños fueron escritos, o descritos, por otros; muchos escritores, además, dejaron obras inconclusas o textos guardados -Borges, el propio Cortázar, acaso Onetti- que otros ayudaron o ayudarán a rescatar de esos sueños perfectos y silenciados por la voluntad de la muerte. Un escritor prematuramente muerto -¿prernaturamente muerto?, ¿hay alguna muerte que no sea prematura?-, Albert Camus, dejó una novela primeriza pero total, la novela de la vida cuando empieza; su existencia fue tachada por la memoria de los otros, sus parientes, que estimaron sin duda que sacar a la luz esa tinta era un modo de cotravenir el deseo de sombra que puso sobre ella su autor, pero' un biógrafo de su vida y de su tiempo, Herbert R. Lottman (Albert Camus, la rive gauche), subrayó la existencia de ese libro, y los camusianos que en el mundo son y han sido lo buscamos a lo largo de estas últimas décadas hasta que su familia en Francia lo puso a disposición de todos; Beatriz de Moura, que con razón ha sido llamada, por su esencia brasileña "la Romario de la edición literaria española", la pone ahora a disposición del lector español, en un tiempo en el que de nuevo se abre paso lo que podríamos llamar la literatura despiadada, aquella que se basa en la propia capacidad del escritor para ser implacable consigo mismo y acercarse así a la desolación de los otros; una literatura compasiva, en el mejor sentido de la palabra: la que han hecho escritores como Louis Ferdinand Celine y Samuel Beckett, Onetti y Kafka, la que hizo Sartre, acaso la que construyó Flaubert dándose cabezazos contra la pared de plumas de su escritorio.

El rescate de Camus no es sólo el rescate del libro, sino de la presencia del ejemplo de Camus en la vida contemporánea; en épocas olvidadizas, coincidencias como la presencia inédita de este libro ahora rescatado permiten que los medios de comunicación, cómplices tan contumaces de la prisa, se fijen no sólo en la letra escrita, sino en las actitudes personales, en la capacidad de debate y de polémica que mostraron en su día, en tiempos acosados por el miedo que produce la intolerancia, personajes como Albert Camus.

El rescate de Camus, sin embargo, está sirviendo para que la risa maniquea ponga en el otro extremo de la balanza a Jean-Paul Sartre, cuya insistencia biográfica le llevó, probablemente, a las sucesivas intolerancias que ahora contemplamos con la claridad que nos da el tiempo; pero no es bueno ignorar que en el frontispicio de las actitudes intelectuales contemporáneas su ejemplo fue, incluso cuando hacía tonterías, celebrado por todos como saludable ejercicio de la libertad y de la rabia, las mismas pesas con las que se juzga ahora, retrospectivamente, la obra de Albert Camus.

Quizá ahora hay que medirlo todo y esperar que el fin de siglo reparta razones, parabienes y balances, pero no conviene olvidar la historia de todos, y que unos y otros hemos visto crecer prestigios y desprestigios con nuestra complacencia o con nuestra complicidad; pero si en este berenjenal tapiamos también lo bueno que han hecho los que ahora nos parece que han perdido la batalla, corremos el riesgo de hacer que las generaciones venideras ignoren que un oscuro marxista bizco, francés, un idiota de la familia, por más señas, escribió un librito llamado La náusea, que, por cierto, es uno de los mejores ejemplos contemporáneos de la que llamamos literatura despiadada.

En El extranjero, de Albert Camus, la muerte viene después del resplandor del sol, bajo el sudor y la perplejidad del hombre que luego ha de olvidar hasta el día en que murió su madre; en La náusea sentimos una presencia similar de la viscosidad de la extrañeza. Cuánto sirvieron esos libros para añorar la playa feliz de la memoria, para darnos cuenta de que el mundo, en efecto, estaba encerrado en la mezquindidad y en el olvido, en la desolación y en la miseria, y cuántos poemas, libros o. películas nacieron de sensibilidades así. Celebremos a Camus, celebremos la literatura; y celebremos a Sartre, celebremos la literatura.

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