Terminar con el bantustán
Contaban ayer los enviados especiales presentes en Oslo que, en las vísperas de la entrega a Isaac Rabin, Simón Peres y Yasir Arafat del premio Nobel de la Paz, el sonido dominante en la capital noruega era el de los helicópteros de la policía husmeando en las azoteas en busca de posibles escondrijos para terroristas de uno u otro bando empeña dos en terminar de una tacada con el proceso de paz en Oriente Próximo.En París, entretanto, se estrenaba una versión del Romeo y Julieta de Shakespeare ambientada en el conflicto que ensangrienta Tierra Santa desde hace décadas. En esa versión, ya vista en Israel hace unas semanas, un árabe, Fuad Awad, y una judía, Eran Baniel, encarnan a los amantes de Verona.
Entregar el Nobel de la Paz bajo la inquieta custodia de las armas y representarlas relaciones entre los israelíes y sus parientes palestinos con la desdichada historia amorosa escrita por Shakespeare son sendas muestras de lo mal que siguen yendo las cosas en el solar de la casa de Abraham. Las esperanzas despertadas a finales del verano de 1993 por la apuesta conjunta a favor de la paz de Rabin, Peres y Arafat no se han desvanecido todavía, pero la sorprendente pasividad, cada cual por sus razones de los principales protagonistas de esa decisión histórica ha ido alimentando a los numerosos belicistas israelíes y palestinos, que desde el primer momento se juramentaron para acribillar la paloma de la concordia.
El proceso acordado en el verano de 1993 -y su conclusión lógica: la creación de dos Estados en Tierra Santa- sigue siendo la única solución para los descendientes de Abraham. Pero, como se dijo en su día, ese proceso, para triunfar, debe ganar en audacia y velocidad a los extremistas de los dos pueblos. Quizá empiecen a quedar pocos meses para materializar. en hechos administrativos, políticos, militares y económicos la oportunidad concedida a la paz por los tres veteranos combatientes.
Un despacho de Reuter fechado en Jerusalén informaba ayer que la mayoría de los chavales israelíes y palestinos entrevistados por una de sus reporteras afirmaba que, de mayores, quieren ser soldados. Los enviados especiales en Oslo contaban que en la capital noruega vociferaban grupos judíos contrarios a la paz. Y ello por no hablar de lo que ya sabíamos: que los islamistas de Hamás están dispuestos a todo, incluso a una guerra civil con Arafat.
Cuando ya se han cumplido más de cinco meses desde el regreso de Arafat a su tierra, la autonomía palestina está reducida a su mínima expresión geográfica -el oasis cisjordano de Jericó y la estrecha y superpoblada franja de Gaza- y sus habitantes no han empezado a cobrar los dividendos materiales del proceso de paz. Así que Arafat empieza a ser visto por muchos de sus compatriotas como el mamporrero de un bantustán creado para mayor tranquilidad de Israel.
Parte de la culpa es del líder de la OLP. Sus métodos autoritarios le han enajenado la simpatía de numerosos intelectuales y empresarios liberales de Palestina. Y sin ellos Arafat no se puede enfrentar a los islamistas de Hamás, que explotan la desesperación de los más pobres. Pero la mayor responsabilidad recae en quien tiene la posición de fuerza: Israel. Da la impresión que Rabin pretende que Arafat le sirva únicamente para garantizar el orden público en los territorios autónomos e impedir infiltraciones terroristas en Israel.
Peres se cayó ayer al suelo cuando regresaba a su hotel de Oslo tras haber rezado en una sinagoga de ésa ciudad. La imagen de su rostro ensangrentado y su puño vendado dió de inmediato la vuelta al mundo. El ministro de Exteriores israelí y los dos líderes con los que hoy compartirá el Nobel de la Paz tienen que espabilarse para que esa imagen no se convierta en otro símbolo de la situación en Oriente Próximo. Lo primero a hacer es ampliar y dotar de contenido la autonomía palestina. Hay que terminar con el bantustán.
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