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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La hora de Iberia

HA LLEGADO la hora de la verdad. Ante el fracaso de las negociaciones con los sindicatos, que se niegan la rebaja salarial del 15% que propone la empresa, Iberia decidió ayer poner en marcha un plan de choque alternativo con el objetivo de evitar la quiebra de la empresa. Un plan que supone trocear la compañía, poner en venta las sociedades divididas -esto es, las más rentables- y despedir a cerca de 5.500 trabajadores.El plan, al no haber prosperado el acuerdo inicial que permitiría pedir a la Comisión Europea permiso para una ampliación de capital de 130.000 millones, busca urgentemente la obtención de fondos por la vía de venta de la empresa a trozos o mediante la venta de filiales, inmuebles e, incluso, aviones. Se trata de evitar la quiebra de una compañía que, con unos ingresos anuales superiores a 400.000 millones de pesetas, arrastra unas deudas superiores a los 450.000 millones, tiene unas pérdidas acumuladas de. 170.000 millones y carece prácticamente de recursos propios (a final de año se quedarán en 25.000 millones). Con eso no puede sobrevivir.

Los gestores de Iberia han cometido errores de bulto a lo largo de los últimos años, pero algunos de ellos han sido inducidos por decisiones políticas superiores. Ahora llega el momento de pagar las cuentas antes de que la realidad de la competencia conduzca a la desaparición de la empresa misma. Nadie debe extrañarse de que los trabajadores se resistan a perder poder adquisitivo en un tiempo en el que la crisis ha pegado duro. Pero las realidades son severas y la peor opción no está nada lejana: la ruina y el paro.

La contestación sindical coloca a la compañía en una dificilísima situación a poco más de dos años de la liberalización del transporte aéreo. La parcial apertura que ya se ha producido en los cielos, junto a otras causas, ha provocado el marasmo en el que se encuentra Iberia y la inmensa mayoría de las compañías europeas. Tienen que abordar la nueva situación con estructuras y hábitos de un mercado abierto al que no estaban acostumbrados.

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Es indudable que Iberia tiene que recortar gastos, y los salariales ocupan un lugar central. La urgencia del momento quizás haya obligado a diseñar un plan de choque en el que desaparece la Iberia tradicional -una empresa completa con aviones, red comercial, mantenimiento, trabajo de asistencia en tierra (handling), etcétera- para convertirse en una entidad capitidisminuida. Eso, evidentemente, impide profundizar en la cuestión principal, que es definir realmente qué Iberia se quiere para el futuro, qué actividades quiere desarrollar, con que estrategias, en qué sitios, con qué gestión y con qué plantilla.

Ahora cada palo tiene que aguantar su vela. La Administración tiene que definir sus planes de futuro más allá de las acuciantes necesidades de tesorería y los sindicatos tienen que asumir que son tiempos de dificultades. En este sentido, poco se comprenden las huelgas recientemente convocadas por CC OO y UGT, que no hacen sino agravar la situación. Tampoco se entiende que los pilotos diseñen planes de viabilidad atendiendo más a sus propios intereses que a la supervivencia de la compañía.

En el conflicto de Iberia se echa además en falta una mayor presencia del Gobierno en Bruselas, compensada esta vez por la propuesta del comisario español Marcelino Oreja que abre las posibilidades a la compañía para ampliar capital con ayuda pública con el visto bueno de la Unión Europea. Y se echa en falta también la asunción de responsabilidades por parte de la dirección. Prácticamente los mismos que quieren salvar ahora Iberia vieron los últimos años cómo se iba hundiendo.

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