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Nacionalismos en broma y en serio

Desde ayer soy deudor de Andrés Sopeña: le debo algunas de las horas más deliciosas que como lector he vivido en los últimos años. El principal mérito de su libro no consiste en desvelar al nacionalcatolicismo como ideología de aquel régimen difundida en y desde la escuela, porque eso ya estaba hecho en lenguaje académico construido con conceptos y razonamientos. El encanto de El florido pensil, título que es ya un guiño al lector, reside en que su autor lo ha escrito siguiendo una sabia fórmula en la que se alían el humor como estilo y la evocación como estrategia. El niño que cuenta su vida escolar se dirige a quienes como él -y en muchos casos antes que él- nos sentamos en análogos pupitres, leímos los mismos libros y tuvimos semejantes maestros. No nos transmite conceptos, sino experiencias, que comparte con cualquier lector que tenga más de cuarenta años. Habla a nuestra memoria, y nos hace reír porque acierta a ridiculizar lo que entonces eran verdades oficiales, solemnes y, desde luego, indiscutibles.Pero, al margen del talento y el sentido del humor de Andrés Sopeña, ¿por qué resultan hoy increíbles muchas páginas escolares de entonces? (Aclaro: increíble su existencia, no ya su contenido). ¿No será que todo nacionalismo, al inventar la historia del sujeto colectivo que exalta y mitifica, contiene ya elementos grotescos? ¿No será que esos contenidos, transmitidos con plena conciencia instrumental de su eficacia como mecanismos de cohesión de un "yo" colectivo y como justificación de una determinada forma de poder, devienen ridículos en cuanto la mirada o el oído que los recibe escapa a la trampa del pensamiento mítico en que todo nacionalismo se basa?

El primer campo de mitificación nacionalista es siempre la historia. El liberalismo español -primero el radical, después y con más fuerza el moderado- construyó por un lado un concepto jurídico-político de la nación española como reunión de individuos, sin creer, ni decir, ni conseguir que la finalidad de tal reunión fuera hacerlos libres e iguales; y, por otro, una idea de España como sujeto nacido en la mente de Dios, resistente y heroico frente a invasores (Numancia, Sagunto, don Pelayo, el Dos de Mayo), fiel a esencias religiosas consustanciales a través de un rosario de nombres propios y hechos gloriosos (Recaredo, Reconquista, expulsión de judíos, Reyes Católicos, contrarreforma), y uniforme en su territorio, cada uno de cuyos fragmentos tenía nombre pero no pasado, pues eran geografía sin historia, provincias sin personalidad. En ambos aspectos el liberalismo y su nacionalismo fracasaron. Aquel concepto político de nación sirvió de poco como aglutinante, porque ofrecía poca libertad y una igualdad territorial con excepciones y ambigüedades que a nadie contentó. Aquella idea de España cohesionó poco porque sólo entusiasmaba a quienes eran sensibles a los mensajes de unidad férrea, caracteres esenciales e indelebles, providencialismo, autoritarismo y catolicismo ortodoxo, cuando no integrista. Tras la crisis de la Restauración, la Dictadura y la guerra civil, el nacionalismo construido sobre aquellas esencias desembocó, corregido y aumentado, en el nacionalcatolicismo y en el acertijo de España como "unidad de destino en lo universal". Cuando ahora lo resucitamos con el recuerdo lo percibimos como ridículo: Andrés So pena dixit.

Sin embargo, la caducidad irreversible de aquel nacionalismo aberrante es sin duda compatible con otro concepto de España, el del artículo 2 de la Constitución, como nación integrada por nacionalidades y regiones que a sí mismas se autodenominan en ocasiones naciones. España, desprovista de mitos y falsificaciones, es una sociedad política compleja y plural, heterogénea en su composición territorial y cuyos individuos pueden considerarse al mismo tiempo y desde planos diferentes como españoles y catalanes o castellanos o extremeños. La libertad permite a los ciudadanos criticar cualquier leyenda que trate de pasar como historia, y, sobre todo, invita a que todos intervengan en la construcción del presente. Ya nadie habla de una España eterna, preferida por la providencia y definida en sus caracteres nacionales desde tiempos de los celtas y los iberos. España es así una realidad histórica: ni providencial, ni metafísica. La realidad como resultado, no como sujeto mítico. Así entendida, como sociedad política constitutiva y constitucionalmente plural y solidaria, la existencia de España, ya no sus esencias, a nadie oprime ni agobia. Constituida en Estado democrático de derecho territorialmente organizado como Estado de autonomías, su nombre, desvinculado de anteriores y periclitados nacionalismos, no puede servir como instrumento ideológico de opresión.

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Pero aquellos nacionalismos favorecieron el nacimiento de otros: el catalán y el vasco en particular, más moderado aquél, más esencialista éste, cuya mitología en nada tiene que envidiar a la de cualquier otro nacionalismo. Soberanía primitiva, lengua perfecta y la más adecuada para hablar con Dios, raza superior, invasión maketa. Una antología de textos de Sabino Arana, párrafos pastorales de algún obispo vasco y perlas extraídas de soflamas preelectorales del señor Arzallus proporcionarían sin duda materia suficiente para que un nuevo Andrés Sopeña, a ser posible ciudadano de Euskadi, escribiera un libro semejante al antes comentado: cuando alguien lo escriba, publique y venda en el País Vasco, se habrá dado un paso adelante para que aquel nacionalismo pierda su carga ideológica y su tentación de recurrir a la violencia para amenazar o negociar.

Todo nacionalismo es una pasión útil, y tal vez necesaria cuando la conciencia de grupo es agredida desde fuera. Si la agresividad exterior no sólo es inexistente, sino que ha sido sustituida por un régimen jurídico-político de libertades y autogobierno, la pasión reactiva carece de justificación, la mitificación ideológica corre el peligro de convertirse en ridícula y la utilidad del mensaje victimista se desgasta y pierde fuerza. La opción nacionalista es ya y sólo eso: una posibilidad electoral junto a otras, con lo cual el esencialismo constitutivo del nacionalismo se relativiza e incluso se fragmenta entre varias opciones procedentes del mismo tronco. Si al mismo tiempo se somete la leyenda de una seudohistoria a un doble proceso de crítica racional y de construcción de una historia rigurosa, como la que están elaborando desde hace un par de décadas no pocos historiadores vascos desde la Universidad o desde otras instituciones de

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Francisco Tomás y Valiente es catedrático de Historia del Derecho y ex presidente del Tribunal Constitucional.

Nacionalismos en broma y en serio

Viene de la página anteriorEuskadi, es de prever que día a día el esencialismo nacionalista, su afirmación contra otros y su incompatibilidad con cualquier otra conciencia colectiva vayan desactivándose para desembocar en un terreno de sensatez y relatividad. Eso no significa que los partidos nacionalistas desaparezcan ni tampoco que pasen a ser opciones electorales minoritarias, sino que un nacionalismo que acepta un marco estatal complejo y plural, y que tiene que convivir y pactar dentro de la también compleja y plural sociedad vasca con otras fuerzas políticas representativas de sectores sociales tan legítimos como el que más, deja de ser un credo dogmático compuesto por verdades absolutas y por esencias puras para transformarse en una opción electoral ofrecida junto a otras, tan relativa, criticable y legítima como las otras, pero no más. Pronto puede dejar de ser una pasión útil.

La dinámica y la compleja estructura del mundo en que vivimos exige que todos aprendamos a hacer compatibles varias identidades colectivas, porque pertenecemos a entidades políticas y culturales superpuestas entre sí. Todo individuo necesita sentirse integrado en un grupo, en un yo colectivo, en un "nosotros".Pero ninguna identidad colectiva es total, ni sería bueno que pretendiera serlo. Siendo todas parciales e incompletas y de naturaleza heterogénea, hemos de aprender a sentirnos miembros de distintos círculos, individuos que no se identifican total y exclusivamente con nada ni con nadie, lo cual no significa la preferencia por el desarraigo individualista, sino el reconocimiento, racional de una realidad social compleja en la que cada hombre es punto de intersección de distintos sujetos colectivos. Si aprendiéramos esta lección y consiguiéramos sentimos de modo simultáneo y pacífico, por ejemplo, valencianos, españoles y europeos, no caeríamos en la tentación de convertir en entidades míticas y esenciales ninguna de estas instancias, ni sería necesario que en el futuro nadie escribiera sobre ningún nacionalismo libros como el de Andrés Sopeña, fruto inteligente y divertido de una conciencia posnacionalista.

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