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El 'dumping social', ¿mito o realidad?

Reducida protección social de los trabajadores, condiciones de trabajo muy duras, número de horas de trabajo muy elevado y salarios muy bajos, son las características del dumping social, criticadas por el autor

En los últimos años se ha ido consolidando entre la clase política y empresarial europea la creencia en una Europa que no puede competir con los países en desarrollo, y en especial con los nuevos países industrializados (NPI), ya que los costes laborales de estos últimos son tan bajos que dejan prácticamente fuera de mercado a muchos fabricantes europeos.El argumento que subyace en esta idea es que en los paÍses en desarrollo la protección social de los trabajadores es muy reducida, las condiciones de trabajo muy duras, el número de horas de trabajo muy elevado y los salarios muy bajos, con lo que estos países están exportando a través de sus productos esas condiciones sociales inaceptables a los países de Europa y a esto es a lo que se le llama dumping social.

De acuerdo con dicho argumento, el dumping social genera una serie de problemas en los países europeos. Por un lado, produce paro, ya que hace cerrar empresas que no pueden competir y, si no llega a producir desempleo, tiende a reducir los salarios de las personas que producen los mismos productos y, por tanto, a aumentar la dispersión salarial. Por último, obliga a que muchas empresas europeas, para sobrevivir a la nueva competencia, tengan que deslocalizarse y desplazar sus plantas de producción a dichos países de bajos salarios, generando mayor paro interno.

Es cierto que este argumento puede aplicarse a lo ocurrido en algunos sectores europeos que producen bienes muy intensivos en mano de obra, como la confección textil, el calzado, el juguete, la bisutería y otros. Por ejemplo, los análisis de las ventajas comparativas del comercio exterior español muestran que es en estos sectores mencionados donde la cuota de mercado española en las importaciones mundiales se ha estancado o ha disminuido en los últimos años. Ahora bien, por otro lado, parece lógico que, conforme nuestra economía va avanzando tecnológicamente y nuestros trabajadores mejoran su cualificación, se vaya abandonando nuestra especialización en producciones intensivas en mano de obra barata, o se vaya hacia una estrategia de mejor diseño, calidad y diferenciación del producto.

También es cierto que varios' NPI asiáticos han desplazado a otros países desarrollados en el ranking de los principales exportadores de productos informáticos y de telecomunicaciones, es decir, manufacturas de alta tecnología, aunque también bastante intensivas en mano de obra. Taiwan, Singapur, Corea, Malaisia y Tailandia se encuentran ya entre los 15 primeros exportadores mundiales de dichos productos, entre los que no figura España.

Ahora bien, que los países en desarrollo, y especialmente los NPI, estén ganando cuotas de mercado en el comercio mundial de manufacturas no es nada nuevo y, además, es lógico, y sin embargo, en los últimos años, esta tendencia se está percibiendo con mayor temor, e incluso con un cierto pánico irracional por parte de muchos políticos y empresarios europeos. La exageración llega hasta niveles tan elevados como el de la presidencia de la Comisión Europea, ya que el llamado Informe Delors sobre el desempleo atribuye una parte de los niveles elevados de paro en Europa al dumping social de los países emergentes.

Mi intención en este breve artículo es intentar demostrar que este excesivo temor por el dumping social no está totalmente justificado, ni tampoco está aún contrastado por la realidad de las cifras económicas y que, por tanto, es, en el mejor de los casos, prematuro.

Por un lado, resulta bastante sospechoso que los países desarrollados se preocupen ahora por el nivel de protección social de los trabajadores de los países en desarrollo si no es con un claro ánimo proteccionista mas que por solidaridad internacional. Este interés inesperado me recuerda, por cierto, a la preocupación de ciertos países ricos de la Unión Europea por introducir el capítulo social en el Tratado de Maastricht y conseguir una mayor armonización de las condiciones de trabajo en toda la Unión. El capítulo social, llevado a sus últimas consecuencias, acabaría con la principal ventaja comparativa que tienen los países menos desarrollados de la Unión, entre ellos España, es decir, la ya escasa ventaja relativa de los costes de la mano de obra.

Por otro lado, si en dichos países el nivel de los salarios es más bajo es, fundamentalmente, porque su nivel de productividad también es más bajo, aunque se deba, asimismo, a una menor organización y presión sindical. Igual ocurre, por ejemplo, en el caso de España en relación con Alemania. El salario medio por hora trabajada en la industria es, en nuestro país, aproximadamente la mitad que en Alemania, pero también nuestra productividad media por hora trabajada es casi la mitad, con lo que, al final, los llamados costes laborales unitarios, que combinan ambos aspectos, son sólo ligeramente más bajos en España. Es decir, salvo que se trate de países dictatoriales en los que existen condiciones de semiesclavitud, de trabajo forzado y de explotación de menores, lo que no es, en general, el caso, los bajos salarios reflejan, fundamentalmente, un bajo nivel de productividad. Sin embargo, hay que reconocer que los costes no salariales derivados de la protección social (que no están ligados directamente a la productividad), son mucho más bajos en dichos países que en Europa, y esto les da, sin duda, una importante ventaja de flexibilidad y de coste, igual que ocurre con Estados Unidos.

Cuando analizamos el impacto del dumping social en España tampoco encontramos argumentos suficientes para justificar tanto temor. En primer lugar, las cifras de importación de los productos de dichos países no es muy relevante, luego el problema no puede ser tan grave como se pinta. España sólo importó, en 1993 el 3,6% de su producción total de bienes y servicios de los países en desarrollo, y de este porcentaje total, sólo importó el 0,48% de los NPI asiáticos. Si contabilizamos solamente el comercio de manufacturas de consumo y de capital y excluimos los productos energéticos y materias primas, las importaciones de los países en desarrollo sólo alcanzan el 1,2% del PIB, y las de los NPI asiáticos, el 0,2% del PIB. Es decir, que el nivel de importaciones procedentes de los países en desarrollo es aún muy reducido y, además, no ha crecido prácticamente en términos de PIB en los últimos cinco años, salvo en el caso de los NPI asiáticos, que aumentaron 0,1 puntos de PIB, mientras que, entre 198Ty 1993, nuestras exportaciones a los países en desarrollo han aumentado 0,6 puntos de PIB, y a los NPI asiáticos, 0, 1 puntos de PIB. Es decir, que si dichos países exportan más, crecen más y, por tanto, también importan más de nosotros. El comercio internacional no es un juego de suma cero en el que unos ganan y otros pierden absolutamente.

En segundo lugar, su impacto sobre el empleo no parece haber sido relevante, ya que todos los análisis demuestran que los desarrollos tecnológicos y la evolución de la demanda interna ha sido mucho más importante que el sector exterior a la hora de crear o destruir empleo,, y que los empleos destruidos por la penetración de importaciones de países en desarrollo en los últimos cinco años está compensada por los creados por el crecimiento de las exportaciones a dichos países, como se ha señalado anteriormente.

En tercer lugar, la entrada de productos competitivos de dichos países no parece haber reducido los salarios de los trabajadores españoles. Los fuertes aumentos salariales en España en los últimos años echan por tierra, en principio, esta tesis. Puede incluso ocurrir lo contrario; si realmente hubiera una invasión de dichos productos de consumo más baratos, lo lógico es que la capacidad adquisitiva del conjunto de nuestros salarios aumente, y nuestra relación real de intercambio también mejore.

Por último, se argumenta asimismo que el dumping social produce la llamada deslocalización y que hace que un gran número de empresas se desplace a países de mano de obra barata para poder competir. Sin embargo, cuando se acude a las cifras de las inversiones españolas directas en el extranjero, se observa que, no son muy elevadas. En los cuatro últimos años, la media anual de inversión directa española en el extranjero fue de 500.000 millones de pesetas, frente a una media anual de inversiones directas extranjeras en España casi tres veces más altas. Pero hay que tener en cuenta que, de esos 500.000 millones anuales, el 70% se dirigió a países de la OCDE, y sólo un 30% a países en desarrollo. Por tanto, estamos hablando de que en un ano medio se ha podido deslocalizar, como mucho, el 0,8% de nuestra producción de bienes y servicios a países en desarrollo, mientras que en el mismo medio se ha localizado PIB procedente de otros países. Tendríamos, por tanto, que aplaudir la deslocalización más que denostarla, ya que nos sigue siendo muy favorable.

En definitiva, no parece que, de momento, el gran temor al dumping social sea justificado, salvo quizá para algunas empresas de algunos sectores muy concretos, que producen manufacturas intensivas en mano de obra. No veamos, pues, excesivos fantasmas en la creciente competencia internacional, más aún cuando, durante muchos años, también hemos aprovechado nuestra ventaja comparativa de tener una mano de obra barata en el mercado europeo.

Guillermo de la Dehesa es presidente del Consejo Superior de Cámaras de Comercio

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