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El japonés de este año

Juan Cruz

Cabe imaginar una conversación en Bangladesh, por ejemplo:-Seguro que este año el Nobel de Literatura es para cualquier europeo desconocido.

En Europa la conversación tiene, como es evidente, el desarrollo opuesto:

-Tanto hablar de Grass, de Handke, de Vargas Llosa, de Jorge Amado o de Saramago y seguro que se lo dan a uno de Bangladesh.

No se lo dieron a uno de Bangladesh, la tierra de Taslima Nasrim, sino a uno de Japón, Kenzaburo Oé, editado en España por Anagrama y prácticamente desconocido en Europa. Ahora todo el mundo sabrá quién es, y eso habremos ganado con el Nobel de este año.

El Nobel es la mejor operación de marketing literario que se haya inventado jamás en el mundo, porque a pesar de ser gestionado por seres humanos que se reúnen silenc¡osa y laboriosamente en una casa grisácea del centro de Estocolmo, ha segregado la impresión de que sus decisiones no son consecuencia de las posibilidades de error que tienen las personas, sino que están inspiradas por el Espíritu Santo, que es ese japonés que algunos llevan dentro, los cardenales que eligen Papa y los académicos que eligen Nobel.

Gracias a ese grado de infalibilidad que se le ha concedido al Nobel, el premio de Estocolmo ha podido descubrir escritores y literaturas que de otro modo hubieran sido arrinconadas por el desdén de los que piensan que sólo puede y debe ser conocido lo que se fabrica en los centros más poderosos de la industria cultural del mundo. En cierto sentido, pues, el Nobel ha sido capaz de conseguir lo que otros no hacen: subrayar la labor de grandes desconocidos y traerlos al mundo para completar el carácter circular que es esencia de la literatura.

Uno de los reproches que se le hace al jurado del Nobel es haber olvidado a lo largo de su historia a personajes como Proust o Borges, y ésta es verdaderamente una carga ominosa, que contrasta por otra parte con la difusión internacional de la obra de ambos; pero si esa carga se enfrenta a otros hallazgos de los académicos suecos hay que conceder que el Nobel es uno de los pocos premios verdaderamente atrevidos que hay en el mundo, porque va contra la corriente cultural que sólo certifica lo que ya ha hecho ruido.

Pero el principal reproche que se le hacen a las decisiones históricas y actuales del Nobel de Literatura es que se deja llevar por el viento de la política para establecer el sentido anual de sus galardones. Es natural porque, de nuevo, el Nobel recibe las inspiraciones de la vida cotidiana, y no de una paloma blanca que pasa por allí, y la política, al menos mientras el famoso galardón ha funcionado en la Europa contemporánea, no ha dejado de ser cimbreada por acontecimientos radicales que sin duda habrán afectado a las decisiones falibles de la gente. Aunque sean académicos, suecos, jurados y hablen de literatura.

Las ironías que reciben las decisiones del Nobel resultan en gran parte una expresión de la xenofobia literaria que anima nuestra ignorancia, más proclive a certificar lo que ya conoce que a atreverse a descubrir lo que aún no ha sido traducido, divulgado y vendido hasta la saciedad. Lo que se le reprocha al Nobel tantas veces es no subrayar lo obvio, sino destacar lo exótico, como si el mensaje de lo exótico no acudiera a mejorar el nivel de nuestro conocimiento.

Mientras esas ironías crecen en las redacciones europeas, afanadas en buscar documentación y fotos del desconocido que acaba de ser ilustre, en Estocolmo hay un grupo de académicos, dotados de la paciencia de los monjes, que vuelve a rellenar carpetas en las que fabrican, con información llegada de todo el mundo, la biografía de los que el año próximo van a entrar de nuevo en la competición literaria más esperada y más impenetrable del mundo.

Lo hacen con tanto sigilo los académicos que ni siquiera entre ellos circula la menor idea de quién resulta ser el mejor colocado, aunque es cierto que de las discusiones de un año se fabrican los favoritos del año siguiente, y así un año antes de ser galardonado el español Cela éste ya había estado en el proceso final de las discusiones del año anterior, y alguno de los que ha sonado en los rumores de este año -"pero seguro que se lo dan a uno de Bangladesh"- ya estuvo en las candidaturas del año pasado, y así sucesivamente.

El único privilegio de la información sobre quién va a ganar el Nobel lo tienen los traductores, sobre todo cuando el ganador viene de una lengua exótica, porque los académicos siempre buscan un traductor nativo para poner en su lengua original -entre todas las demás lenguas- la solemne declaración con la que ellos justifican su fallo.

Si el traductor se siente tentado por la aspiración a decir que sabe más que nadie, el sigilo sueco se puede romper en pedazos. Pero -y Francisco J. Uriz, español de Tarazona y Estocolmo, traductor e inspirador de traductores, lo sabe bien porque ya ha traducido al menos el contenido de tres decisiones los traductores elegidos suelen ser comprobados tanto en su capacidad profesional como en su silencio, y de sus deliberaciones aún no se ha filtrado otra cosa que esa lista interminable que los periodistas publicamos cada año, mientras el redactor jefe exclama desde el rincón, de su veterano escepticismo:

-Pero seguro que se lo dan a uno de Bangladesh.

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