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El ermitaño de Chamberí

Juan Cruz

Hubo una época en que el pintor Cristino de Vera, ermitaño de Chamberí, llamaba a medianoche a sus amigos para hablarles del amor y de la muerte. Lo hacía siempre a horas similares. Luego se supo -porque lo reveló él- que llamaba para fastidiar el final de las películas de intriga que diera la televisión. El no tenía televisor -ahora lo tiene: apagado-, pero compraba por las mañanas los diarios, consultaba la programación y, si advertía que se conocía las películas, seleccionaba al amigo que no conocería el desenlace y a medianoche los acaba del sopor.Hace algunos años, cuando cumplió 60, juntó a esos amigos que despertaba a medianoche, los invitó a una cena de cumpleaños, les regaló a cada uno la postal de un esqueleto y les anunció que ya no celebraría jamás de nuevo su aniversario. Había decidido detener el tiempo para que no se le adelgazara más.

En realidad, el tiempo lo tiene detenido en su pintura; ahora los tinerfeños, que son sus paisanos, tienen la oportunidad de comprobar esa minuciosa tarea silenciosa que le ha convertido al tiempo en un pintor esencial y en un artista secreto, ajeno a la moda y a esa fama vertical y viscosa que hoy parece buscar todo el mundo. La antológica que ha abierto se puede ver en el Museo Municipal de Santa Cruz, recoge todas las etapas de su obra y se hace allí, ahora, en su tierra, a los 25 años de otra antológica, más modesta que supuso su regreso pictórico a esa isla de pintores y que ahora representa una restitución que lamentablemente no ha encontrado en otros lugares. Por ejemplo, en Madrid. Un día le descubrirán, como hicieron con Caneja o con Luis Fernández, y cuando le vayan a hallar en el almanaque a lo mejor ya se habrá esfumado como los ángeles perplejos de sus pinturas. Pero así es la vida en esta vida.

Cristino de Vera es un ermitaño que carece de padrinos y de madrinas; anda solo, como un Ferlosio de la pintura, dando bastonazos de insomne contra los entramados del arte, y poco a poco se ha ido quedando aislado como los justos. Es una manera de vivir, incluso durante años vivió al lado de una residencia de enfermos terminales, y de vez en cuando asomaba la cabeza de sus amigos hacia aquel pasillo de la espera para que comprobaran el lado verdadero de la verdad.

Por esa misma época en que bebía whisky en tazas de café con leche, Cristino paseaba los semáforos de Madrid y preguntaba por la felicidad.

-¿Es usted feliz? y la gente le veía su rostro enjuto y cercano y solía darle las respuestas más sorprendentes, porque sus ojos, nimbados de una orla blanca que él siempre atribuyó más al cansancio que a la sabiduría de la edad, transmitían una pureza esencial, una confianza extrema.

Iba mucho al cine, y a los museos: con Antonio López, que le ayudó en tiempos a clavar los clavos de los que colgaba sus exposiciones, iba en épocas de mucha penuria escolar a calentarse al Prado en invierno, y a refrescarse en verano, que para eso es muy buena la famosa pinacoteca; de paso veían Zurbarán y El Greco, y después regresaba cada uno a los pinceles y al café con leche. El cine era su otro refugio; lo saben bien las taquilleras, a las que tantas veces interpeló para saber qué recordaban de la vida.

-¿Y usted qué recuerda al final del día? -les decía, y las taquilleras respondían:

-Boca, bocas; fila 12, fila 13. Bocas.

Es un camarada. Habla del pintor Grandío, y de su perro, el que le fue a llorar durante meses a un cementerio, como si aún tocara los vericuetos de una amistad genial; y habla, de todos sus colegas de entonces, de los muertos y de los vivos, como si le estuvieran rodeando en correrías en las que la pasión por vivir se parecía bastante a la idea de que todo es eterno. De pronto, sin embargo, le empezó a atormentar el tiempo, que como la vida no vuelve más, se enfundó en sus chaquetones oscuros y se encerró a pintar como un ermitaño en Chamberí. Sale poco, y cuando lo hace va a comprar libros en tre los coches que inundan una ciudad que en un tiempo él habitó alimentándose de manzanas y de patatas fritas, hasta que la ausencia total de gula le golpeó el cuerpo y hubo una mano maravillosa que le rescató de esa desidia física y le de volvió un aspecto que no ha podido ocultar del todo su escepticismo: su verdadero amor por la vida, que disimula hablando de la muerte.

Este ermitaño es un lujo secreto, un ave rara de nuestra época. Pero así está, descuidado de las grandes antologías, con su nombre y su apellido arrinconado en el lado oscuro del corazón de las enciclopedias, mientras crecen famas y lujurías a las que él nunca está invitado. Acaso para la salud de nuestra sociedad es mejor que las cosas sean así y que Cristino de Vera no haya sido contaminado por esas otras manos del desdén para que hoy podamos decir que queda siempre la esperanza de tocar en un solitario la pureza restante, el refugio de una guerra absurda por estar y por permanecer.

Un día Cristino parará a algún lector de esta columna y le preguntará:

-¿Es usted feliz?

Aconsejo responder, aunque se esté en un paso de peatones o se halle viendo un filme de suspense, porque la conversación puede ser apasionante.

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