La invasión como demencia
Los americanos aun no han asumido el coste de la operación militar
Por más que se invoquen los pulcros derechos humanos, cuesta trabajo tragar que la invasión dispuesta por Estados Unidos sea un humano acto de higiene. Ni los habitantes norteamericanos están pensando en esa guerra como una puritana ablución democrática ni los haitianos anhelan que los fumiguen. Más bien lo que yace oscuramente es la certeza de que el ataque va a traer impredecibles muertes y el luto anegará a los unos y a los otros (más a los unos que a los otros). Cuesta creer por tanto, a estas alturas, que los derechos humanos auspicien. esta batida y el concierto de las naciones prescriba como cura el bombardeo.Las emisoras y diarios norteamericanos de estos días presentan la invasión de modo tan grave como emocionante. Pero es a la vez una emoción de mentirijillas. Nada de importancia se va alterar en Estados Unidos mientras todo se descompondrá en aquel país de arena. Ciertamente, las Fuerzas Armadas norteamericanas están dispuestas a matar y a pagar también con la muerte de sus hombres, pero una abstracción verbal detiene en las noticias el mal olor que se desprenderá de la tragedia. Muchos soldados norteamericanos no regresarán a casa nunca, otros no lo harán en mucho tiempo, y los haitianos sobrevivientes sumarán nuevos padecimientos. sobre sus montones de pobreza.
El 80% de los seis millones de haitianos son analfabetos. Viven en un país de escombreras y sobre ese plató de tipología africana van a posarse los ingenios norteamericanos al servicio de una guerra cuyo nuevo y atrevido diseño firma ahora el almirante Paul D. Miller. Ante la pantalla, el público espera contemplar la logística de nuevo cuño, los efectos especiales, los grupos de emociones filmadas en un escenario natural adiestrado en las desdichas. Cuesta trabajo aceptar que todo esto sea sólo un montaje, pero ¿qué otra cosa puede ser? ¿Cómo podría la realidad de hombres cabales apoyar esta masacre?
Dudoso pulso
Lo definitivo de tal acción, si se lleva a efecto, es que dejará otra vez extraviada la fe en el buen uso de los derechos humanos, cuya vigencia, de juguete, sólo parece esgrimirse contra países pequeñitos. Ni los norteamericanos corrientes encuentran Haití en el mapa ni es seguro que los soldados acierten con el desembarco. No es tanto la dimensión ni la latitud de Haití lo que afecta a Estados Unidos como la vacilante situación de su presidente. Su pulso parece tan dudoso que ni el general Schwartzkopf se pone de su lado para dar esta batalla. No hay petróleo ni oro en la isla. Sólo negros.
EE UU ocupó el territorio desde 1914 a 1935 y no ha perdido el recuerdo. Ahora vuelven las tropas en una acción redentora que enaltezca la figura de Clinton. Efectivamente, el presidente podría gastar los millones de dólares que costará esta guerra en beneficio de su pueblo y sin matar a nadie. Pero no lo hace. Si se trata de derechos humanos, podría empezar por su mismo vecindario de Washington. Allí o en los arrabales de Búfalo, de Detroit de Chicago o de Filadelfia hay tan poca justicia y tan escasa igualdad como en Haití. En áreas de Baltimore se ensayan ya los mismos programas de recuperación social que en el Tercer Mundo, puesto que la postración de los indigentes, apartados de la escuela, el trabajo o cualquier motivación integradora, es de_grado comparable. Sólo desean sobrevivir: mendigando o robando. Son analfabetos, delincuentes o pervertidos por la miseria. La mortalidad infantil en algunas zonas del Bronx es tanta como a e Bangladesh, y el poder de las mafías iguala las leyes de la dictadura.
Una apuesta política
El Ejército norteamericano encontraría razones para desplazar sus divisiones por el interior de la nación en misiones democráticas y pacificadoras llenas de contenido. Pero la Administración no lo hace. La presidencia obtiene más ventaja barnizando las tropas con himnos y lanzándolas hacia un objetivo ajeno. Haití es un bocado militar, una apuesta política y un cementerio seguro. Contra la razón y contra la vida. El final del siglo XX, del que se ha aprendido demasiado en los frentes, no tendría que tolerar esta guerra preparada con la frialdad de una ejecución capital. En la ex Yugoslavia, la comunidad internacional asegura empeñarse en evitar las muertes, pero aquí las planea. ¿Quién puede creerles?
Muchos norteamericanos conscientes viven conmovidos por la atrocidad que se prepara. Pero Estados Unidos es demasiado ancho como para que un solo pensamiento lo ocupe todo. Los americanos pueden seguir yendo al cine, cenar en las terrazas del Potomac, mirar los escaparates con la moda de otoño-invierno, seguir comprando alimentos bajos en calorías, mientras en Haití la invasión retumba en las cabezas y sus habitantes almacenan agua y carbón como único futuro. Aquí, en Esta os Unidos, la invasión constituye una importante noticia dentro de las noticias y hasta ahora es sólo eso. Pero después en uno y otro lugar, cuando los muertos pesen, se sentirá en una u otra escala el horror de estar viviendo una tenebrosa fuerza parecida a la oscuridad de la Edad Media. Una edad, entonces, donde la política se prolongaba en la muerte y donde, sobre todo, no existían los derechos humanos para encubrir el cinismo, el interés o la demencia.
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