El aeropuerto de Kansai, una catedral del tránsito
Una isla artificial de Japón alberga uno de los mayores proyectos arquitectónicos del siglo
El aeropuerto de Kansai, en la bahía de la ciudad japonesa de Osaka, ha quedado inaugurado este fin de semana. Es el fin de una larga y polémica construcción que se inició con el concurso que convocó a los grandes arquitectos contemporáneos en 1987, bajo la fiebre de la opulencia que vivió Japón en la década pasada. La isla, de 511 hectáreas de superficie, necesitó 150 millones de metros cúbicos de tierra para cubrirla. Más de dos billones de pesetas más tarde y tras múltiples inconvenientes para poder construirla, la isla artificial que alberga el aeroepuerto de Kansai se alza hoy como una de las más audaces construcciones del siglo, aunque no de las más sólidas. La estructura de la isla se hunde lentamente y los constructores están tratando de detenerla.
No será el más grande del mundo, pero sí el más espectacular. Hoy se inaugura el aeropuerto de Kansai, emplazado sobre una isla artificial en la bahía de la ciudad japonesa de Osaka. Como todos los aeropuertos de la última generación, Kansai es un conglomerado de instalaciones y edificios, entre los que destaca por su audacia la terminal de pasajeros, obra del arquitecto italiano Renzo Piano. La pujanza de Japón, debida a su economía burbuja, llevó a la concepción de un faraónico proyecto para dotar a Osaka, la segunda ciudad del país, de un aeropuerto pensado para el siglo XXI, capaz de alcanzar un volumen de 100.000 pasajeros diarios. Dada la escasez de terrenos, se decidió crear una isla artificial en mitad de la bahía, unida a tierra firme mediante un gigantesco puente.Kansai es un símbolo del optimismo de los años ochenta. Al concurso convocado en 1987 para el proyecto de la terminal de pasajeros -abierto, gracias a la presión norteamericana, a los arquitectos no japoneses- se presentaron casi todos los pesos pesados del panorama internacional, entre ellos Oswald Matthias Ungers, Henry Cobb, Bernard Tschumi, César Pelli, Jean Nouvel y Norman Foster (encargado actualmente de otro aeropuerto semejante, el de Chek Lap Kok en Hong Kong), además de Renzo Piano, que resultó ganador.
Obra maestra
Para el arquitecto genovés, ésta va a ser sin duda su tercera obra maestra, después del bombazo del Centro Pompidou de París en los años setenta (diseñado con Richard Rogers) y del gran éxito de la Colección Menil de Houston en los ochenta. No cabe duda de que Kansai será uno de los edificios más relevantes de esta última década del siglo XX.
La operación ha estado marcada por la polémica en su última fase. Tras seis años de obras, los costes han alcanzado cotas estratosféricas: más de medio billón de pesetas sólo la isla, y 1,5 billones la terminal. Para paliar las pérdidas acumuladas, los responsables del aeropuerto intentaron recurrir a las tasas, pero ante una propuesta exagerada las principales compañías se plantaron y obligaron a igualarlas con las de Tokio, que ya son las más altas del mundo.
Todos estos inconvenientes económicos no han impedido que la terminal de pasajeros sea un edificio tan espectacular como se había proyectado. Piano y su equipo han construido un edificio muy grande con un esquema muy simple, inspirado en el flujo de la gente y del aire.
El conjunto se compone de un cuerpo central rectangular que alberga accesos, facturación, aduanas y demás dependencias, fundido por dos inmensas alas de embarque, servidas por trenecillos automáticos, que suman en total una longitud de 1.700 metros y de las que sobresalen infinidad de fingers para acceder directamente a los aviones. Todo ello está definido formalmente por una gran cubierta ondulada de color plateado que se dobla hacia abajo para formar el frente acristalado que mira a las pistas. Frente a esta apariencia tersa y pulida del exterior, el espacio interior está dominado por la visión de los grandes arcos triangulados, los soportes inclinados y los tirantes cruzados que componen la estructura metálica.
Aunque en aeropuertos de este tamaño resulta ilusorio esperar que el usuario entienda el edificio de un solo golpe de vista, en Kansai se ha hecho un gran esfuerzo por facilitar la comprensión inmediata de los recorridos. El acceso al interior se produce a tres niveles, y entrando por cualquiera de ellos el viajero encuentra en primer lugar un gran atrio con vegetación, el cañón, abierto a todo lo alto y ancho del edificio, que le ayuda a entender la disposición de los diversos niveles destinados a salidas y llegadas nacionales e internacionales.
Una vez elegido el, nivel pertinente, el viajero avanzará hasta el frente de las pistas, donde divisará la impresionante perspectiva diáfana de las alas, realzadas por una trama estructural que dota al espacio de una escala articulada al modo de las catedrales góticas.
Catedral o portaaviones, el largo cilindro, curvo y tumbado, de las salas de embarque parece asimismo el fuselaje de un inmenso avión nodriza que amamantara a sus criaturas con sus tetillas retráctiles.
Se hunde poco a poco
Para evitar a la población de Osaka el ruido de los aviones, la isla artificial, que es la mayor del mundo, se construyó a cinco kilómetros de la costa, en un lugar en el que la profundidad del agua alcanza los 18 metros. La proeza técnica que ha supuesto la construcción de la isla se acrecienta por las dificultades halladas durante la misma: dos estratos de arcillas porosas en el fondo marino hicieron que la isla se hundiese cinco metros en seis meses, creando alarma en la opinión pública.Actualmente la isla se hunde entre tres y cinco centímetros al mes, pero los expertos aseguran que no representa un problema. Con su plataforma situada a seis metros sobre el nivel del mar, la previsión es que ceda sólo dos metros durante los próximos 50 años, y mientras tanto, numerosos gatos hidráulicos rectifican el perfil continuamente deformado de la gran terminal. El Japón inseguro de los años noventa vacila frente a los sueños de Julio Verne: el capitán Nemo se lo habría reprochado.
Ciudades del aire
Los tiempos de la prosperidad trajeron un aumento desaforado del tráfico aéreo. En consecuencia, los aeropuertos de las metrópolis más activas tuvieron que someterse a sucesivas ampliaciones y perdieron con ello el aspecto claro y funcional de los años sesenta, para convertirse en enormes complejos que canalizan con dificultad el río de viajeros y de mercancías hacia y desde la flota de aeronaves atracadas a sus flancos. Las sencillas cajas de vidrio han sido engullidas por nuevos corredores, aparcamientos y comercios de incierto recorrido.A pesar de las restricciones y de la crisis, el tráfico aéreo de las grandes ciudades sigue creciendo como un signo incontestable de nuestro tiempo. Los nuevos aeropuertos, programados desde los setenta y diseñados para suplir o sustituir a otros ya desbordados, se plantean con un formidable despliegue de medios técnicos, y con una intención de grandeza propia de la confianza optimista depositada en la industria del transporte aéreo. El proyecto de un nuevo gran aeropuerto es un megaproyecto, un proyecto como el de una ciudad; es el diseño de un artefacto que ocupará y consumirá como una ciudad y que, como ella, funcionará las 24 horas del día.
El nuevo aeropuerto es un monumento de la técnica, como los aviones; pero mientras éstos parecen un prodigio de exactitud y de concentración en el diseño, aquél es monstruoso y enorme. La arquitectura de su desarrollo tiene mucho de industrial y de vanguardista, pero al fin de cuentas, no tienen que volar, sino sólo sostenerse firme. Su mayor desafío como edificio del siglo que viene es el de ser un eficaz embarcadero de aeronaves, y un eficiente distribuidor de pasajeros y mercancías. Éstas pueden tratarse como en los complejos edificios de la industria, pero los pasajeros son autónomos y la arquitectura no les es indiferente. Por eso el megaproyecto busca la claridad del espacio y la unidad de su forma. La arquitectura que atiende a circulaciones y recorridos se beneficia siempre de lo recto y lo claro, contra lo fragmentado y lo confuso. Los nuevos aeropuertos propician pues lo lineal y lo transparente de sus esquemas, y añaden una cualidad global: lo grande. Que el público fluya dentro de amplios espacios articulados por grandes piezas metálicas. Después de las catedrales y de las estaciones del ferrocarril de otros tiempos, el aeropuerto comparte con los grandes estadios deportivos la sensanción de gran espacio, de multitud, del paso del tiempo. Y añade a esa sensación la de un recorrido, sujeto a numerosos azares y trampas, y el sentimiento de desorientación.
El nuevo aeropuerto es una ciudad, pero una ciudad particulármente hermética: se entra y sale de ella con alas o sobre ruedas. Una valla la separa del mundo, al que se une por cordones de asfalto y raíles de acero. El aeropuerto es una isla en el territorio. Y la mayor dificultad para estos gigantescos puertos de aeronaves estriba en conseguir sitio suficiente para sus pistas e instalaciones cerca de las grandes ciudades.
En este sentido, nada más claro que construir el aeropuerto como una isla, junto a la costa. Parece más fácil ocupar el mar de poco fondo próximo a las grandes urbes que el terreno adyacente, lleno de estructuras difíciles de mover, sin contar con la propiedad del suelo o la Historia. Japón y Hong Kong cuentan con una tradición de ocupar el agua con viviendas y con mercados flotantes, y ahora construyen aeropuertos. Pero la idea no es sólo asiática: Londres también sueña con ser el aeropuerto de Europa, aprovechándose de ser la capital que dispone de un gran estuario próximo en la desembocadura del Támesis.
Hay algo mágico en los nuevos aeropuertos isla. Ya es admirable la construcción de una isla artificial, pero la de una isla aeropuerto tiene algo de fantástico que llena la imaginación. Las islas aeropuerto de las bahías de Osaka y de Hong Kong son también islas del cielo, como en la ciencia ficción: recuerdan a aquellos artefactos milagrosos desde cuyas explanadas flotantes en el vacío podían despegar las naves de Luke Skywalker o, una generación antes, el avioncito de hélice del ratón Mickey.
Babelia
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