Tragedia en el orfelinato de Nyundo
Una doctora y cuatro enfermeras intentan atender a 4.000 niños abandonados a su suerte en Goma
Lo malo del horror es que tomado en dosis masivas embota los sentidos. ¿Hasta dónde se puede llegar por la escalera del mal? El desastre es tan descomunal, las víctimas tan innumerables, la mortandad tan terrible, las imágenes tan espantosas, que llega un momento en que parece que no cabe mayor sufrimiento ni mayor vergüenza. Menos mal que nos quedan los niños. Y el orfelinato de Nyundo, a las afueras de Goma, reúne todas las condiciones. Hace una semana eran cuatrocientos. Ahora son cuatro mil, y cada hora llegan nuevos camiones con nuevas remesas de desamparados.El depósito de agua está casi vacío, y de las seis bocas de la cañería no manan más que algunas gotas. Pero eso no desanima a la veintena de niños que tratan de hacerse un hueco para poder chupar los grifos y extraer una gota esquiva.
El orfanato ocupa un descampado de tierra volcánica, con un edificio de cemento, otros de madera y varias tiendas donadas por Unicef. El galpón de cemento acoge a los bebés. A la entrada, los que no chapotean en las aguas fétidas tienen los ojos perdidos. Dentro es mucho peor. Huele a orines y a muerte.
En una litera baja, sobre un colchón inmundo, un muchacho de 10 años agoniza con las piernas abiertas. Sobre las literas, tan sucias como el resto de la maternidad, 92 bebés, algunos con un pañal blanco, otros simplemente desnudos, lloran, duermen, esperan.
En el cuarto de al lado, tendidos en el suelo sobre sus propios vómitos y orines, siete niños parecen abandonados a su suerte. La más pequeña, una niña vestida apenas con un suéter blanco y amarillo, descansa en el suelo, junto a la ventana. El tubo del suero cuelga desde la ventana. Suero con glucosa la mantiene convida.
"La situación es caótica", dice Noori Cabin, miembro de la organización humanitaria irlandesa Goal. "Hay una doctora y cuatro enfermeras. Lo que hacemos es apenas poner un dedo en el mar del desastre". Ayer, mientras esperaban la llegada de 30 voluntarios, un camión se abría paso con agua y otro cargado con un centenar de nuevos huérfanos, algunos enfermos de malaria, otros de cólera.
La inutilidad del llanto
Los enfermos eran dejados sobre el mismo suelo. Apenas hay sitito. En un almacén de madera yacen los más delicados, los que están a punto de cruzar el umbral. Ni siquiera se quejan. Sólo los bebés lloran en el orfelinato de Nyundo. En cuanto cumplen tres o cuatro años estos africanos aprenden que llorar es inútil. Así, los que consiguen llegar a adultos están acostumbrados a lo peor y, con ese fatalismo, se adentran en la muerte. Porque la frontera entre la vida y la nada es tan delgada aquí que centenares de seres la cruzan de puntillas cada minuto que pasa.
Tras el almacén, sobre el polvo volcánico, un bebé vestido con un jersey de lana roja, parece muerto. Tiene las nalgas empapadas con sus propios excrementos. Pero respira. No es el único. Basta con dar unos pasos para encontrar a otros tan abandonados como él. Como otro huérfano de tres años que, sobre un plástico, cabecea al sol. Su barriga parece a punto de estallar. Pero también ha aprendido a no llorar. Dos camiones llegan al campo. Más huérfanos. "Noventa", dice el teniente francés, parco y atribulado. "A eso nos dedicamos con nuestros camiones, a recoger huérfanos o cadáveres". Pero no basta, nunca es bastante, porque en Goma y sus afueras dos millones de seres humanos parecen condenados a muerte mientras el mundo parpadea horrorizado ante las pantallas. Porque hay muchas cámaras de televisión aquí. Nadie podrá decir después que no sabía.
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