Vindicar al tirano
Con toda deliberación he dejado pasar el tiempo electoral para hacer esta reflexión pública. Lo quiera uno o no lo quiera, la rivalidad de las elecciones enturbia siempre el significado de las palabras. Y una preocupación genuina puede entonces ser tomada por una añagaza política. Ahora me alegro de haberlo hecho. Su resultado parece haber despertado ciertos fervores que creo necesario examinar. Y es un examen que no debe ser confundido. Salí hacia Italia días después de que una candidata española de la derecha mostrara hacia la figura de Franco una manifiesta comprensión. Al llegar allí leo que una de las polémicas ministras del oscuro Gobierno de Berlusconi ha hecho lo propio, en términos muy explícitos, con la memoria del duce Mussolini. Y allí igual que aquí han encontrado alguna comprensión e incluso un esporádico entusiasmo poselectoral. No quiero darle mayor importancia, pero tampoco me agrada quedarme callado. Ya ha pasado la anécdota de las elecciones y sus posibles manejos. Hablemos ahora de lo que de verdad importa.Siempre que pienso en aquella guerra civil que yo no viví, viene a mi cabeza una reflexión desgarradora de Julio Caro Baroja. Dice así: "No creo que haya un español tan sólo que durante la época de la guerra que comenzó en 1936 dejara de admitir cosas que iban contra su conciencia. Si lo hay, peor para él y, sobre todo, peor para España. Todos nos hundimos en una charca, y al salir de ella, los que salimos, hemos quedado manchados o tarados para siempre". Para lo que se me antoja importante, esta idea da en el blanco de una manera particularmente implacable: viene a decirnos que en el momento de la guerra todo español pudo haber sido forzado a obrar contra su propia conciencia. Y ésta es la cuestión. Porque en la medida en que la cruel y larga posguerra y el asentamiento del régimen no fueron sino una torva perpetuación de esa escisión radical entre los españoles, eso es lo que define al franquismo: el que ningún español era reconocido en su integridad como sujeto moral.
Y ésta es, ni más ni menos, la única visión posible del semblante del tirano. Ningún río de sangre lo puede empujar más abajo. Ningún gesto de paternalismo social sirve para redimirle de eso. Ése es su pecado esencial: negar a los ciudadanos su condición moral básica. Y es eso exactamente lo que le define como tirano. A, lo largo de muchos años, muchos españoles fueron forzados a convencerse a sí mismos de que era mejor ignorar, mirar para otro lado, consentir, que arrostrar un riesgo personal de mayor o menor gravedad. Sabíamos todos que podía llegar un momento en el que tuviéramos que optar en tre algún padecimiento personal o la propia dignidad. Y en todos nosotros ha aleteado al guna vez la idea degradante de que podíamos vernos empuja dos a ser indignos. Es esta humillación moral latente la que, desde la siniestra figura de Creonte, determina con toda precisión la médula misma de lo que es ser tirano. Si hay algún español que no la sufriera, peor para él y peor para España.Pero no dude nadie de que es en esos cienos antiguos donde abrevan los más oscuros problemas de todos los pueblos. Y por eso la única actitud decente es negar pura y simplemente la tiranía. No se deben poner adornos a la historia de una vejación colectiva. La nueva derecha española hace mal en ceder a semejantes complacencias. No se trata de un remoquete electoral; no se trata de una mera diferencia estratégica. Se trata de una cuestión de fundamentos. Ese imprudente coqueteo con la amnesia ética de los españoles denota una clara falta de sensibilidad moral. Esa chabacana ordinariez del energúmeno fascista que con lamentable frecuencia toleran los conservadores en sus propias filas no hace sino trasudar una elemental falta de respeto moral. Esa falta de sensibilidad, esa falta de respeto, no son sino la impronta sempiterna de la más vieja y oscura derecha española. No se puede ir a buscar ni un voto a semejante guarida.
La transición política española fue un sereno y majestuoso gesto histórico de perdón. Con un ademán natural, sin estridencia alguna, el pueblo español procedió a un reconocimiento recíproco de todos como ciudadanos en su integridad moral restituida. Los primeros, sin, duda, todos aquellos que por acción u omisión habían sido aliados del tirano. Ése ha de ser siempre el sentido, de su interpretación porque es el fundamentó mis mo de nuestra convivencia democrática. A todos obliga. Y en virtud de esa obligación sobre nosotros mismos hemos renunciado noblemente a se ñalar con el dedo a los viejos cómplices de la deshonra.
Sólo por eso la traición sustancial sería pretender acceder al poder democrático mediante el turbio ardid de hacer un gesto de acercamiento hacia aquellos que sean pocos o muchos, todavía quieren vindicar al tirano. Un gesto así sería tanto como negar los supuesto s mismos en que desde hace ya años venimos apoyando nuestro fértil diálogo colectivo.
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