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La mordaza

Hay una variante fría del destierro de Hollywood que no se debe a la disidencia moral o política. Sigue vigente. Por ejemplo Billy Wilder y Elia Kazan no encuentran modo de hacer películas. Wilder tiene guiones ultimados que duermen en un cajón de su despacho. ¿Qué ocurre? Es un viejo y a su edad la cobertura aseguradora de un rodaje suyo se imposibilita, por viva que esté su imaginación. ¿Podría el octogenario Kurosawa haber rodado la genial Derzu Uzala, si un amigo de la Mosfilm no se hubiera empeñado? ¿Existirían Kagemusa, Ran, Sueños y Madadayo si Lucas y Coppola no le hubieran librado del destierro bancario?Es este el exilio técnico que hizo callar a muchos cineastas que se fueron al otro mundo sin haber creado su última imagen. Podemos entrever las consecuencias de este exilio al silencio a través de los casos de tres cineastas que, uno por su tozudez, John Ford; otro por su ingenio, Josef von Sternberg; y otro porque se fue de Hollywood y volvió a Alemania -de donde se había escapado 30 años antes con un fajo de manuscritos bajo el brazo, Fritz Lang.

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Cada uno a su manera hizo entonces tres cumbres insustituibles en la historia del cine y que, de habérseles aplicado el exilio técnico, hoy no existirían. Ford se llevó a la tumba la furia -de quien como él era el Cine, con mayúscula- que le forzó a mover entre 1962 y 1964 hilos humillantes para conseguir el presupuesto casi caritativo con realizó su Siete mujeres, filme genial donde los haya.

Von Sternberg, que multiplicó las cuentas corrientes de quienes estrujaron su talento, se llevó a la tumba las argucias -entre las que no es la mayor tener que construir una cámara con sus propias manos- que necesitó para rodar con los medios de un aficionado, tras años de inactividad forzosa y de la expulsión por el magnate Howard Hugues del set de Jet Pilot, de La saga de Anatahan, película genial donde las haya.

Y Lang se llevó a la tumba el misterio de donde sacó energía y alegría para convertir el despecho de su expulsión técnica de Hollywood en 1957 en la revancha creativa de sus, geniales donde las haya, cuatro horas de El tigre de Esnapur y La tumba india en 1960, el cine más divertido y ágil de su portentosa carrera.

Se podría hacer un grueso volumen enunciando las películas excepcionales que dejaron de hacerse por mandato de despachos de compañías aseguradoras que no avalaron rodajes dirigidos por cineastas demasiado viejos para ofrecerles garantías de que su corazón no dejaría de latir inoportunamente para sus libros de cuentas.

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