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Temporada de feria

Antonio Muñoz Molina

Hay que celebrar siempre la maravilla del Retiro, el asombro de encontrar cada día en el corazón de una llanura desértica y de una capital de asfalto y de tráfico ese espejismo que no se desvanece al aproximarnos a él, ese milagro de la naturaleza perfectamente artificial, con sus ríos falsos cruzados por puentes de madera, sus arboledas razonables, su lago con balaustradas y escalinatas junto a las cuales tiene el agua un color verde oscuro y estancado de canal venecianos.La travesía hacia el Retiro es un viaje a otro país que no existe, mucho mejor que el nuestro, un país ilustrado y botánico que pudo ser y no fue o que en realidad nunca pudo ser y sólo quedó en sueño de iluminados y proscritos, un país con regadíos y céspedes, con estatuas a caballo de reyes pacificadores y protectores de las artes y las ciencias y de militares de calmado heroísmo.

En el Retiro está una de las estatuas de militar a caballo más serenas y menos belicosas del mundo, la del general Martínez Campos, que lleva sobre los hombros un capote viejo de invierno y una tristeza como de batallas recordadas y victorias inútiles. En un país donde el avance del desierto es tan feroz como el de la ignorancia y donde las autoridades civiles escoltan devotamente y anticonstitucionalmente las imágenes de la religión católica, el Retiro es un oasis de umbrías y de olor a hierba donde las estatuas más nobles son las de dos héroes de la España laica, defensores apasionados de la libertad civil y de la instrucción publica, don Benito Pérez Galdós y don Santiago Ramón y Cajal. Tal como están los tiempos, Ramón y Cajal y Galdós parecen y al refugiados políticos en el Retiro, estatuas solitarias de incorruptible dignidad en medio de una basta gusanera de sinvergonzonerío y codicia.

Rodeado por el Observatorio, por el Jardín Botánico, por la cuesta de Moyano, por el Museo del Prado, el Retiro es un fragmento de paraíso público sobrevivido a todos los cataclismos españoles de este siglo, a la conspiración de los especuladores, de los pirómanos y los taladores de árboles. Cuando se mira Madrid desde un avión y se compara el tamaño del Retiro con el del páramo terroso que se extiende indefinidamente en todas direcciones es cuando mejor comprende uno, con una melancolía galdosiana, que toda ciudad española termina en un paisaje fracasado, y que seguramente tendríamos una historia menos cruel si dispusiéramos de más árboles y de más regadíos.

Al Retiro puede ir uno cada día en busca de asilo cívico, de brisa fresca, de sombra hospitalaria, y una vez al año también en busca de algo tan españolamente perseguido por la zafiedad y el fuego como los árboles: el papel de los libros. La Feria del Libro, que la II República estableció bajo otra arboleda culta de Madrid, la del paseo de Recoletos, levanta cada año a finales de mayo una ciudad provisional, populosa y errante en las avenidas del Retiro: al paisaje de otro país, a la delicia de la vegetación y el silencio sin tráfico y de los merenderos como de otra época donde el vermú y los berberechos adquieren una cordialidad sacramental, se une ahora el placer de ir por ahí mirando y escogiendo libros, caminando simplemente entre su prodigiosa abundancia, en una feracidad de palabras, aventuras, recuerdos, sentimiento, saberes, que son tan inagotables para el aficionado a la botánica. En la Feria del Libro del Retiro el misterio de la biblioteca se parece más que nunca al misterio del bosque: las hojas no son lo único que tienen en común los árboles y los libros.

La Feria del Libro, como todas las ferias, es una celebración y una lonja, una fiesta agotadora y gozosa y un acontecimiento comercial. Un libro es un Aleph, una máquina del tiempo, un breve cofre de invención y memoria, pero también es una mercancía que se almacena, se contabiliza y se vende. El autor y el lector se atraen entre sí y suelen encontrarse sin verse en el espacio del libro, en la Feria, sin embargo, el autor y el lector se miran brevemente a la cara y el aislamiento del trabajo literario se convierte en una exposición pública: el escritor acepta cumplir una tarea- de reclamo o tendero, y lo acepta sabiendo que ése no es su verdadero oficio, pero que a veces está bien salir de la soledad y ver frente a uno una cara, de lector que no sea la que le devuelve el espejo.

Que ese encuentro tenga lugar en el Retiro casi es una garantía de su civilidad. Yo me gano la vida escribiendo libros y artículos, y no creo que haya nada deshonesto o innoble en que uno haga su oficio de aquello que más le gusta y que mejor sabe hacer. Pero observo cada año, y este último más que nunca, que el equilibrio entre la fiesta y el comercio, entre la complicidad y la transacción, se va volcando de un modo cada vez más impúdico hacia el lado de las mercancías, hacia la reducción de todos los delicados actos que están incluidos en la adquisición de un libro a la unidimensionalidad de la venta. Uno lee los periódicos y le parece que la Feria del Libro es más bien una Feria del Ganado, una exposición al público de fenómenos de cría y engorde rápido cuyo peso no se mide en arrobas sino en volúmenes vendidos, una descarnada competición en la que el escritor es al mismo tiempo la mercancía y el ejecutivo encargado de venderla.

Según esa lógica canallesca, la única diferencia entre Vizcaíno Casas y Juan Carlos Onetti, por ejemplo, es el rendimiento económico inmediato de los libros de cada uno, y a Alfonso Ussía y a Gabriel García Márquez se les aplica la misma vara de medir. En las páginas de cu1tura de los periódicos a los escritores se les dedican sobre todo elogios numéricos. Ahora que el Ayuntamiento de Madrid quieren profanar la tradición laica del Retiro con una imagen de la Inmaculada Concepción, tal vez sería tiempo de cambiat la estatua de Pérez Galdós por una de Tom Clancey, o de Michael Crichton.

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