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La firma de Picasso

A la sombra conmemorativa del desembarco aliado, los franceses se han puesto a hilar muy fino para reconstruir los diversos tipos de comportamiento (ambiguo, heroico, gris o traicionero) de bastantes intelectuales -de Malraux a Céline, pasando por Char y Gide- durante el período de ocupación nazi. Y, aun teniendo que volver a echar mano de las devaluadas categorías sartreanas, han subrayado la diferencia espesa que va de ser malvado a ser canalla. El primero haría el mal porque sí, por gusto o por capricho, mientras que si al segundo le da por hacer daño es para así sacar tajada, beneficiarse en algo. Es una forma de entenderse, si bien de aplicación harto dificil cuando el protagonista de algún caso concreto no responde del todo ni a lo uno ni a lo otro, pues, de obrar mal, lo hace por omisión o simple cobardía. Esa manera escurridiza de comportarse corresponde a la mantenida por Pablo Picasso cuando su amigo Max Jacob fue encarcelado.Mas, antes de llegar a lo bochornoso, tal vez convenga una evocación somera de la naturaleza de esa amistad entre el gran pintor español y el gran poeta francés. En junio de 1901, Picasso expone en la galería de Ambroise Vollard. Max Jacob visita la exposición y, fascinado por los cuadros, le deja una nota admirativa al joven artista plástico. Aquel mismo día se encontraron. Y, dado que ninguno de los dos hablaba el idioma del otro, se limitaron a estrecharse las manos durante un buen rato. Pero, al día siguiente, Picasso acudió a casa del escritor; allí permanecieron juntos hasta la madrugada, hablándose por señas. Luego, en el momento de la despedida, no quiso Max Jacob que el visitante se marchara con las manos vacías, y le regaló, entre otras cosas, varias litografías de Daumier y un grabado de Durero. Poco tiempo después, a finales de 1902, de vuelta de un viaje a España, Picasso ("desconocido, pobre y miserable") se refugia en la habitación de Max Jacob. Bajo ese techo, recibe ayuda, ánimo y comida. El testimonio de Fernande Olivier, una de las mujeres de Picasso, deja clarísimo que nadie fue tan generoso con su marido como el autor de Le cornet á dés.Pillemos un atajo para situarnos en 1915, que es cuando Max Jacob, judío de Quimper, con 36 años de edad, recibe el sacramento del bautismo. El testigo de la ceremonia es Picasso, quien le regala un ejemplar de La imitación de Cristo. Mientras tanto, en efecto, el poeta ha comenzado a tener visiones: la cabeza luminosa de Dios, un ángel amarillo y azul, escenas de martirio... Y lucha por conciliar esa pasión mística con sus extravagancias, su ironía y sus transgresiones. En 1921 se retira al monasterio de SaintBenoit-sur-Loire, donde pasa seis años. Emprende a continuación varios viajes; uno de ellos, a España, del que aún se conserva este estremecedor recuerdo: en el dorso de una tarjeta de la Residencia de Estudiantes figura el inventario de los "bienes" que dejó Max Jacob al morir. En 1936 regresa a su retiro espiritual. Y allí será detenido por los alemanes en 1944, trasladado a la cárcel de Orléans y, finalmente, al campo de Drancy, lugar común de paso para Auschwitz.

En cuanto se conoce la noticia, todos sus amigos hacen lo humano y lo divino para lograr su liberación. Jean Cocteau será el más activo, junto a Sacha Guitry y Marcel Jouhandeau. Incluso el pintor catalán José María Sert alerta a la embajada española en París para que se haga alguna gestión. Todos ellos firman una carta, dirigida a las autoridades alemanas, con la complicidad secreta de un amigo de Jünger, Gerhard Heller. En fin, todos la firman... menos Picasso. Su disculpa adopta Í la forma de un chiste macabro: "No vale la pena hacer nada. Max es un ángel. No necesita nuestra ayuda para echar a volar y fugarse de la prisión". El miedo, ya se sabe, es tan libre como explicable. Pero ¿qué no habríamos dicho si esas terribles palabras hubiesen salido de los labios de Salvador Dalí?

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