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De puertas para adentro

Silencio y oscuridad para contener la fiereza del toro

A las siete menos diez, Florito, el mayoral de la plaza, se echa mano al bolsillo de la chaquetilla, saca la imponente llave que abre el portón de toriles, da dos vueltas, descorre el cerrojo y avanza por el pasillo de chiqueros. El silencio es sobrecogedor; la oscuridad, casi total. Allí dentro, seis fieras esperan encerradas el momento de salir.El recinto de toriles es sagrado. No entra nadie más que Florito y sus ayudantes. Él personalmente custodia la llave, la única que existe, y que guarda como si de un relicario se tratara. En sus dominios hay que estar como en misa; se habla en susurros, para evitar que los toros adviertan que hay alguien al otro lado de la puerta. De pronto, se escucha revolverse al animal, inquieto, dentro del chiquero. La presencia de un ser extraño no le ha pasado desapercibida. Ha perturbado su tranquilidad y provoca el estremecimiento de quien por allí anda.

La violencia que es capaz de desencadenar un toro es tremenda. Por eso a Florito no le gusta que nadie traspase la puerta de toriles. O cuanta menos gente, mejor. Inquietar un toro implica que se ponga a dar derrotes o coces contra las paredes del chiquero en el que lleva encerrado desde mediodía.

La operación de desenchiqueramiento es un ritual. Florito, ceremonioso, coge la divisa, la coloca en el extremo de la vara y espera. Debajo, el toro bufa. Fuera toca la música, que llega mecida por un oleaje de murmullos. Van a sonar clarines y timbales.

Florito enciende la luz del chiquero, al tiempo que Fernando Salas, su ayudante, levanta la trampilla. El toro se intranquiliza, mira hacia arriba y recibe el arponazo que porta la divisa. Al momento, el animal desata toda su fiereza que un pequeño corral es incapaz de contener. Se escuchan los clarines e, inmediatamente después, el bronco graznido del portón que arrastra el chulo de toriles, y por el que penetra un torrente de luz. Simultáneamente, Fernando tira de la cuerda que abre el chiquero y Florito azuza al toro con la vara. Su galopada hacia el ruedo sobre el hormigón va dejando atrás un sonido metálico. Después, un portazo y, de nuevo, el silencio.

Los gruesos muros de la plaza alejan la fiesta que se celebra en el exterior. Sobre los cadalsos, el clamor, la indignación y la tragedia alcanzan otra dimensión. Predomina el olor a ganado y, en ocasiones, a sangre. Hay toros que mueren allí mismo. Todos los que son devueltos a los corrales pasan a un chiquero, donde está el cajón de muerte. Desde arriba, Olmos les apuntilla.

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