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Schommer dispara al aire libre

El artista convierte la Puerta del Sol en un aula de fotografía

El fotógrafo vasco Alberto Schommer, colaborador habitual de EL PAÍS, convirtió ayer la madrileña Puerta del Sol en un estudio fotográfico. Los 13 entusiastas aficionados -"mejor si dices 14", sugirió supersticioso el artista- que han seguido todas sus lecciones en el Taller de Fotografía, organizado por el Círculo de Bellas Artes de Madrid, dispararon contra todo el que se les puso a tiro.Dijo un alumno, pintor de profesión, que Schommer, durante el curso Reflexión sobre la fotografía y análisis de la forma fotográfica, "ha enseñado todos sus trucos, se ha puesto en bragas" y les ha revelado que para dominar la fotografía hay que tener, más que técnica, "mucho morro".

La primera lección sobre cómo hacer un buen retrato es dejar que la gente "actúe naturalmente, sin poner gestos ni caras". El único escenario era una gran lona gris, sucia y llena de costurones, inflada como "la vela de un barco" -describió poético el fotógrafo- por el vientecillo que revoloteaba en la plaza. Allí, Schommer y sus pupilos consiguieron que una señora entradita en años y en kilos posara como una diva de culebrón. "¡Fíjese, fíjese! Esa señora es una maravilla", musitaba el retratista sin querer cortar el tono de guasa que tenía la improvisada modelo.

Músico callejero

También pasó por allí y posó para ellos un músico callejero con atuendo hippy. Con esa mirada que tienen los jesucristos de las películas, el músico aguantaba estoico, con un cigarrillo rubio apagado y una guitarra enfundada, la intimidación de las 14 cámaras que disparaban como metralletas. Llegó su colega, con pinta más hippy pero menos mística, y posaron en pareja, encantados todos.Allí cayó hasta el apuntador. Schommer retó a los periodistas a batirse en duelo fotográfico con los de su banda, agrupados frente a frente, y debió quedar una imagen "maravillosa, estupenda, una de las mejores", según juzgó el maestro. Despejaron los periodistas el fondo gris y se plantó, sin que nadie se lo pidiera, un joven tatuado con serpientes y tocado con una gorra de béisbol. El espontáneo de habla cheli advertía mientras posaba con coqueto descaro: "Eh, vosotros, si hago algo raro, me lo decís ¿eh?".

El cantautor Ricardo Solfa pasaba por allí y quedó también inmortalizado. Los pupilos mantenían las distancias en el cuerpo a cuerpo con el poeta-cantante, aunque le traicionaran a sabiendas con un zoom que pegaba una cara con otra -cosas de la óptica- Pero Schommer plantó su insolente Nikon F 4 a un palmo de las supermiopes gafas de Solfa, se torció como un jorobado y empezó a disparar sin tregua. "Gira la cabeza un poco, un poquito a la derecha, ¡así, así!", precisaba al músico. Y Solfa, que miraba desafiante al objetivo, sucumbía en cambio a la hipnosis del fotógrafo como quien se sabe en buenas manos.

Schommer estaba eufórico, dando órdenes continuamente para que mantuvieran tenso el lienzo gris y reclutando entre los paseantes al variopinto ejército que desfiló ante las cámaras. Seducía a la gente para que, en plena Puerta del Sol, y frente a 14 objetivos y un grupo de periodistas y cámaras de televisión, posaran descarados, o tímidos, o sexys, según fuera cada cual. A la media hora de estar allí -a eso de las cinco de la tarde- ya había desterrado Schommer sus temores: los paseantes respondían encantados a su juego.

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