El polaco Krysztof Kieslowski cierra magistralmente en 'Rojo' sus 'Tres colores'
Trintignant y Albert Finney perfectas interpretaciones de gran hondura
Más abierto que en el círculo trágico de Azul, y más cálido que en el frío humor negro de Blanco, el maestro polaco Krysztof Kieslowski cierra con la grave -pero serena y generosa con sus personajes- Rojo su Tres colores, trilogía memorable que ayer entró por la puerta grande en la historia y la leyenda del cine europeo. En ella, el frances Jean-Louis Trintignant hace una composición eminente. Y en el aceptable melodrama británico, de Mike Figgis La versión de Browning, Albert Finney recupera la plenitud de su enorme talento.
Tras su última pincelada Rojo, los Tres colores imaginados por el escritor Krysztof Piesiewicz, traducido a la pantalla por el cineasta Krysztof Kieslowski, son ya historia del cine europeo. Y más que eso: por ser tres penetrantes miradas en el fondo más oscuro de la vida europea de ahora, son también parte material de la Europa contemporánea; y no nos entenderemos del todo, de ahora en adelante, a nosotros mismos sin introducir estas tres averiguaciones poéticas, en el rompecabezas, cada día más indescifrable y amenazador de nuestra identidad colectiva.En el centro
Si Azul es la encerrona sin puerta de escape de la Europa Occidental latina y Blanco la torcida y -como el camino de un borracho- quebrada línea de la resaca en que se tambalea la Europa Oriental eslava; este Rojo se sitúa entre una y otra, en el mismo centro de la Europa Central; y representa, como las otras dos, un encuentro amoroso en forma de desencuentro, ese misterio del comportamiento que hace que el amor sólo surja con plenitud unicamente cuando es imposible.
Pero si en Azul y Blanco, detrás de esta imposibilidad del amor sólo quedaba el consuelo degradante del sucedáneo, Rojo maneja otra hipótesis argumental más noble: la bondad de esa imposibilidad.
"Bella es la certeza, pero más bella es la incertidumbre", dice el poema de Wislawa Szymborska en que la película se inspira, y que finaliza así: "Todo comienzo es una continuación y el libro del destino siempre está abierto por la, mitad", lo que es una convincente expresión de la necesidad del azar, antigua e inmortal paradoja que es el núcleo de esta apasionante película;
En la metáfora de la vida europea que es Tres colores, Rojo es, por tanto, una puerta entreabierta a la esperanza, una ráfaga de aire libre en las estancias viciadas de la vieja Europa, cuyo nuevo anuncio de suicidio no ha hecho más que asomarse en las aceras de Berlín, en los vertederos humanos de Moscú y de Varsovia, en los altos despachos ministeriales de Roma o en los fantasmas de la España negra que comienzan ahora a despertar de su siestas.
La serie de -encuentros en que Irene Jacob, una muchacha de 22 años, y Jean-Louis Trintignant, un viejo juez jubilado de 65 -inspirado en el inquietante y premonitorio juez-reo que moldeó Albert Camus- en que ambos descubren y callan que son recíprocamente la persona soñada, irreemplazable, pero ya inalcanzable, es una de las construcciones de elocuencia inexplícita más refinadas del cine reciente.
A lo largo de ellas, Trintignant realiza una creación medida, exacta, perfecta y de gran emotividad contenida, que él mismo reconoce en este elegante juego de inmodestia: "Creo que estoy formidable en esta película. Y lo digo con toda sencillez, porque pienso que no es gracias a mí".
En la rampa de caída de su vida, este gran actor se eleva a su cumbre, cosa que en distintas circunstancias personales es casi lo mismo que le ocurre a Albert Finney en La versión de Browning, donde este intérprete, de la mejor estirpe británica clásica, que hace años pareció extraviar su talento en alguna esquina del desgaste de la vida, lo recupera ahora con un comedimiento y un dominio de su oficio tales que convierten a una película bastante vulgar en un espectáculo indispensable. Para entendernos, como hace Anthony Hopkins en la mediocre Tierras de penumbra.
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