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Cañonazos y lentejuelas

Desde hace años Hollywood no lleva a Cannes su gran producción, ni el festival se la pide. Estados Unidos no logra mangonear en los entresijos del mercado de La Croisette y menos aun en su guinda de lujo, la competición. Por ello se han replegado a Berlín y a Venecia en busca de los escaparetes dóciles que estos festivales les ponen en bandeja.Cannes es un ostentoso traje de lentejuelas bajo el que se emboscan los cañones de la numantina resistencia francesa a dejar en manos estadounidenses el dominio de su mercado audiovisual. Si hasta hace poco tiempo, Francia -gobernada por socialistas o por conservadores, pues unos y otros son una piña alrededor de la idea de que el audiovisual es una innegociable cuestión de Estado- estaba casi aislada en esta resistencia, tras la victoria europea en la batalla del GATT, en la que se logró para el audiovisual la consideración de excepción, es decir: de mercancía cultural no abandonada al libre comercio, Francia ha dejado de estar sola y Cannes se ha convertido en signo del mantenimiento del terreno ganado y de la consigna de seguir ganando más y más terreno a Hollywood en la guerra por el dominio del productivo mercado europeo.

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Sobre las moquetas de La Croisette y bajo sus focos, hay algo más duro de roer que el culto al glamour y la fiesta de la imagen: hay un maratón oculto de política a ras de suelo. Estados Unidos no tiene leyes proteccionistas para su mercado audiovisual. No las necesita, porque la autonomía operativa de sus gremios profesionales crea en la dinámica de su mercado interior una situación de proteccionismo de hecho sin necesidad alguna de derecho: un blindaje de hierro que convierte al europeo en un proteccionismo de papel de fumar.

El juego es -en caricatura, pero sin exageración alguna- este: Estados Unidos no admite que ni una sola película o serie televisiva europea penetre, en condiciones de igualdad con las propias, en sus grandes redes interiores de consumo audiovisual. Estas redes garantizan a Hollywood la cobertura de sus enormes gastos, pero en modo alguno los beneficios suficientes para que estas astronómicas inversiones sean netamente rentables. Y ha de encontrar por fuerza tal rentabilidad fuera de casa y, sobre todo, en la voracidad audiovisual europea.

Conclusión: Hollywood tiene exclusividad en su mercado interior, pero no admite limitaciones a su penetración en los exteriores. Y ahí surge el nudo de víboras que se mueve bajo las lentejuelas de Cannes, convertido en cuartel general de una Europa por fin convencida por la lúcida terquedad de Francia en no ceder ni un milímetro en la idea de que es indispensable e inaplazable -tanto económicamente, como política e históricamente- ganar cada vez más terreno dentro de su mercado interior, aplicando, si llega el caso, a Hollywood aquí la lógica que Hollywood nos aplica allí.

La apuesta es compleja, dura y por todos los síntomas, esta vez la sangre llegará, y bien llegada, al río.

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