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Eliot, el malvado

Antonio Muñoz Molina

Al mismo tiempo que se elogia hasta extremos de canonización al difundo Richard Nixon, le llega el turno del escarnio póstumo a T. S. Eliot, a quien una película recién estrenada en Inglaterra acusa del ya habitual catálogo de maldades machistas al que dedican tanto tiempo los estudiosos y estudiosas de los departamentos de literatura norteamericanos. Como era de esperar, dada su sospechosa condición de varón de raza blanca, de comportamiento, en principio, heterosexual, de formación y residencia europea y de convicciones políticas tan rancias como su vestuario, T. S. Eliot era, según la película, no sólo un notorio canalla, sino también un impostor, dado que el mérito de su poesía no le pertenece, pues en realidad debía la inspiración y un número considerable de sus versos a su primera mujer, a la que encerró en un manicomio, desposeyó de su herencia y abandonó sin compasión ni escrúpulos, sin visitarla nunca, sin asistir ni siquiera a su entierro. No sé si en la película, pero sí en alguno de los artículos que han empezado a publicarse a raíz de ella, a Eliot se le añade el preceptivo corolario de sospecha: padecía y reprimía, cómo no, una homosexualidad latente.Una de las más curiosas circunstancias de los estudios literarios anglosajones, sobre todo norteamericanos, es que tienden gradualmente a regirse más por los principios de la fisiología o la zoología que los de la literatura. Los tiempos en que había escritores barrocos o escritores románticos, escritores vanguardistas o escritores académicos, incluso, frivolidad máximas, escritores buenos o escritores malos, son ya un lejano recuerdo en las universidades. Ahora los escritores son varones o hembras, heterosexuales u homosexuales (y dentro de estos últimos, gay o lesbianas), y mucho más que los detalles de su estilo importan los de la pigmentación de su piel o los de la topografía de la región natal, según esa pasión frenética por el etiquetado a la que no hace mucho se refirió en este periódico Javier Marías, no sin grave irritación de algunas proveedoras nacionales y vocacionales de etiquetas.

En esto de las clasificaciones zoológicas de la literatura, como en casi todas nuestras aventuras en el extranjero, tan proclives siempre a convercernos de la desdicha de nuestra invisibilidad, a los españoles nos corresponde un destino más bien ceniciento, ya que no acaban de clasificarnos en ninguna casilla. Somos europeos, en lo cual nos parecemos a Shakespeare, a Homero, a Frederick Forthsyth, a la señora Thatcher y a Maurice Chevalier, pero he aquí que no pertenecemos, como tan vanamente suponíamos, a la raza blanca, sino a otra que en los formularios americanos de inmigración se llama hispanic. También son de raza hispánica los escritores latinoamericanos, y uno piensa al principio que esa vinculación le traerá la ventaja de que lo incluya en las literaturas indigenistas o antiimperialistas. Lo malo es que la condición culpable de europeos anula nuestros méritos como hispánicos, y que al mismo tiempo la hispanidad menesterosa de nuestra piel nos aparta de los lujosos ámbitos culturales de lo europeo, de modo que somos sospechosos a cualquier luz que se nos mire, sobre todo si se nos mira, como suele hacerse, a una luz siniestra de inquisición, matanza de indígenas y corrida de toros.

Una parte notable de los críticos y de los estudiosos dé la literatura ha albergado siempre la convicción de que para ejercer su oficio no tenían por qué darse el trabajo de leer libros. Mediante los recursos a la pigmentación de la piel, a la fisiología de los órganos reproductores y a los chismes sobre el comportamiento sexual, aquel objetivo, que parecía imposible, ha empezado a cumplirse: basta mirar, en el Independent on Sunday de la semana pasada, las fotos de T. S. Eliot, esa pinta que tiene de conservador británico, de tory arqueológico, basta observar la perniciosa blancura de su piel para darse cuenta de que un individuo así es capaz de cualquier canallada, sobre todo si la víctima es una mujer. Una mujer, desde luego, aplastada en su talento, condenada a que su lucidez se tome por locura, etcétera, según puede verse en una película que ya ha levantado un vendaval de insinuaciones sombrías sobre el carácter y el comportamiento del hombre en cuya biografía dice estar basada.

Brett Easton Ellis ha escrito que llegará un momento en que los malvados de las novelas y de las películas sólo podrán ser heterosexuales varones y blancos. A T. S. Eliot le ha tocado ahora el linchamiento retrospectivo, que el año pasado le correspondió al insigne y huraño, así como europeo y varón, Phillip Larkin, y que se parece mucho a las descalificaciones que se hacían de Borges en los años setenta. Pero a Borges, que efectivamente era muy de derechas -si bien no dedicó poemas a Hitler en los tiempos en que otros se los dedicaban a Stalin-, nadie le acusó por dicho motivo de extorsionar a su madre nonagenaria, ni de enviar a la cárcel amañando pruebas de culpabilidad a una empleada de hogar de raza amerindia, a la que en realidad debía la inspiración de sus poemas.Éstos son otros tiempos, y los docudramas de la televisión y los teóricos de la posmodernidad han desacreditado para siempre las anticuadas diferencias entre hechos e invenciones, entre verdades y mentiras: parece que está claro, por ejemplo, que T. S. Eliot no intervino para nada en la hospitalización en 1938 de su ex mujer, de la que llevaba separado varios años, pero las evidencias documentales que lo prueban no tienen más valor que una irresponsable ficción cinematográfica. El número de espectadores de esa película, y de lectores de los periódicos que agrandan en oleadas concéntricas el descrédito de un muerto, será muy superior al de quienes lean los versos admirables y herméticos como inscripciones latinas de The waste land o Four quartets. Yo no creo que hubiera podido sentir nunca la menor simpatía personal por T. S. Eliot, y es probable que Phillip Larkin me hubiera mirado con desdén, dada mi condición de hispanic. Pero cualquier poema de cualquiera de los dos es más fértil para la inteligencia y la dignidad humanas que todos los beatos catecismos en virtud de los cuales se justifica una calumnia con tal de que ensucie la memoria de un escritor muerto.

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