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"Mis personajes me han sorbido la vida poco a poco"

Majestades:

Heme aquí, en esta histórica ciudad de Alcalá dd Henares, tratando de decir unas palabras, 378 años después de que don Miguel de Cervantes Saavedra, nacido en ella, dijera discretamente la última suya antes de enmudecer para siempre. ¿Para siempre? El simple hecho de que hoy nos reunamos aquí, en esta prestigiosa Universidad, para honrar su memoria, demuestra lo contrario, esto es que don Miguel de Cervantes Saavedra no han decidido, que su palabra sigue viva a través del tiempo, de acuerdo con el anhelo de inmortalidad que mueve la mano y el corazón del artista.

Con motivo de la concesión de este premio, se han vertido en los papeles, lisonjas y gentilezas que, aunque de una manera vaga, trataban de emparentar mi obra o mi persona con las de don Miguel, atribuyéndome cualidades que como la tolerancia, la piedad, la comprensión pueden ser indicativas de nobleza de carácter pero no ciertamente manifestaciones de talento creador. El gran alcalaíno es único e inimitable y a quienes hemos venido siglos más tarde a ejercer este noble oficio de las letras apenas nos queda otra cosa que proclamar su alto magisterio, el honor de compartir la misma lengua y el deber irrenunciable de velar por ella.

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Hay personas que no comprenden que yo sienta al recibir este Premio Cervantes por una vida entregada a la literatura un poso de melancolía, cuando bien mirado, no creo que pueda ser de otra manera. Entregada a la literatura o no, la vida que se me dio es una vida ya vivida y, en consecuencia, el premio, con un reconocimiento a la labor desarrollada, envuelve un agradecimiento por los servicios presta dos que no es otra cosa que una honorable jubilación. Cuando Cecillo Rubes, hombre de negocios y protagonista de mi novela Mi idolatrado hijo Sisí, habla en una ocasión de la edad de su contable dice: "Si yo tuviera 70 años me moriría del susto"., Y he aquí que esta frase, que escribí cuan do yo contaba 32 años y veía ante mí una vida inacabable, se ha hecho realidad de pronto y hoy debo reconocer que ya tengo la misma edad que el contable de Cecilio Rubes. ¿Cómo ha sido esto posible? Sencillamente porque si la vida siempre es breve, tratándose de un narrador, es decir de un creador de otras vidas, se abrevia todavía más, ya que éste, antes que su personal aventura, se enajena para vivir las de sus personajes. Encarnado en unos entes de ficción, con fugaces descensos de las nubes, transcurre la existencia del narrador inventándose otros yos, de forma que cuando medita o escribe está abstraído, desconectado de la realidad. Y no sólo cuando medita o escribe. Cuando pasea, cuando conversa, incluso cuando duerme, el novelista `no se piensa ni se sueña a sí mismo; está desdoblado en otros seres, actuando por ellos. ¿Cuántas veces el novelista, traspuesto en fecundo y lúcido duermevela, no habrá resuelto una escena, una compleja situación de su novela? Tendrá entonces que producirse en la vida particular del narrador una emoción muy fuerte (el nacimiento de un hijo, la enfermedad o la muerte de un ser querido) para que ese estado de enajenación cese, al menos circunstancialmente.

Pero esos otros seres que el creador crea son seres inexistentes, de pura invención, mas el escritor se esfuerza por hacerlos parecer reales. De ahí que mientras dura el proceso de gestación y redacción de una novela, el narrador procura identificarse con ellos, no abandonarlos un solo instante. El problema del creador en ese momento es hacerlos pasar por vivos a los ojos del lector y de ahí su desazón por identificarse con ellos. En una palabra, él desdoblamiento del narrador le conduce a asumir unas vidas distintas a la suya, pero lo hace con tanta unción que su verdadera existencia se diluye y en cierta medida deja de tener sentido para él.

La imaginación del novelista debe ser tan dúctil como para poder intuir lo que hubiera sido su vida de haber encaminado sus pasos por senderos que en la realidad desdeñó. En cada novela asume papeles diferentes para terminar convirtiéndose en un visionario esquizofrénico. Paso a paso, el novelista va dejando de ser él mismo para irse transformando en otros personajes. Y cuando éstos han adquirido ya relieve y fuerza para vivir por su cuenta, otros entes, llamados a ocupar su puesto en diferentes obras, bullen y alientan en su interior reclamando protagonismo.

Éste ha sido, al menos, mi caso en tanto que narrador. Pasé la vida disfrazándome de otros, imaginando, ingenuamente, que este juego de máscaras ampliaba mi existencia, facilitaba nuevos horizontes, hacía aquélla más rica y variada. Disfrazarse era el juego mágico del hombre, que se entregaba fruitivamente a la creación sin advertir cuánta de su propia substancia se le iba en cada desdoblamiento. La vida, en realidad, no se ampliaba con los disfraces, antes al contrario, dejaba de vivirse, se convertía en una entelequia cuya única realidad era el cambio sucesivo de personajes.

Pero este derroche de la propia vida en función de otros no tenía una compensación en tiempo. Es decir, cuando yo vivía por otro, cuando vivía una vida ajena a la mía, no se me paraba el reloj. El tiempo seguía afluyendo inexorablemente sin yo percatarme. Sentía, sí, el gozo y el dolor de la creación, pero era insensible al paso del tiempo. Veía crecer a mi alrededor seres como el Mochuelo, Lorenzo el cazador, el viejo Eloy, el Nini, el señor Cayo, el Azarías, Pacífico Pérez, Gervasio García de la Lastra, seres que eran yo en diferentes coyunturas. Nada tan absorbente como la gestación de estos personajes. Ellos iban redondeando sus vidas a costa de la mía. Ellos eran los que evolucionaban y, sin embargo, el que cumplía años era yo. Hasta que un buen día al levantar los ojos de las cuartillas y mirarme al espejo me di cuenta de que era un viejo. En buena parte, ellos me habían vivido la vida, me la habían sorbido poco a poco. Mis propios personajes me habían disecado, no quedaba de mí más que una mente driajenada y una apariencia de vida. Mi entidad real se había transmutado en otros, yo había vivido ensimismado, mi auténtica vida se había visto recortada por una vida de ficción. Y cuando quise darme cuenta de este despojo y recuperar lo que era mío, mi espalda se había encorvado ya y el ácido único se había instalado en mis articulaciones. Ya no era tiempo. Yo era ya tan viejo como el viejo contable de Cecilio Rubes, pero, en contra de lo que temía, no me había muerto del susto por la sencilla razón de que se me había escamoteado el proceso.

Y si las cosas son así, ¿cómo mostrarme insensible al obtener este Premio Cervantes merced a la benevolencia de un jurado de hombres ilustres? ¿Cómo no sentir en este momento un poso de melancolía?

Los amigos me dicen con la mejor voluntad: que conserve usted la cabeza muchos años. ¿Qué cabeza? ¿La mía, la del viejo Eloy, la del señor Cayo, la de Pacífico Pérez, la de Menchu Sotillo? ¿Qué cabeza es la que debo conservar? En cualquier caso en el mundo de la literatura todo es relativo. Hay obras, de viejos verdaderamente admirables y otras que no debieron escribirse nunca. Entonces antes que a conservar la cabeza muchos años a lo que debo aspirar ahora es a conservar la cabeza suficiente para darme cuenta de que estoy perdiendo la cabeza. Y en ese mismo instante frenar, detenerme al borde del abismo y no escribir una letra más.

El arco que se abrió para mí en 1948 al obtener el Premio Nadal se cierra ahora, en 1994, al recibir de manos de Su Majestad a quien agradezco profundamente esta deferencia- el Premio Cervantes. En medio quedan unos centenares de seres que yo alenté con interesado desprendimiento. Yo no he sido tanto yo como los personajes que representé en este carnaval literario. Ellos son, pues, en buena parte mi biografía.

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