Después del debate
EN ITALIA no fue la corrupción, que venía de atrás, sino su coincidencia con la crisis lo que convirtió el malestar social en cólera contra los políticos y desprecio hacia las instituciones. En la medida en que aquí podamos aprender de lo ocurrido allí, puede decirse que el debate sobre el estado de la nación ha servido para que ese malestar social pudiera reflejarse en el Parlamento en un clima de relativa serenidad. Al menos en esta ocasión no podrá criticarse a la Cámara por no haber abordado algunos de los problemas que más preocupan a los ciudadanos. Se ha evitado así que la sorda irritación de la gente se proyecte directamente contra las instituciones. Ahora corresponde a éstas demostrar su eficacia para dar una salida o, al menos, encauzar esa irritación.Tal eficacia no depende en primer lugar de la nueva colección de medidas aprobadas por los diputados. Italia es el país con una más exhaustiva legislación contra la corrupción, lo que no evitó que todo el sistema se viera contaminado por ella. Es verdad que allí había dos condiciones especiales que favorecían su extensión social: un sector de empresas públicas mucho más fuerte que el español y un sistema político de reparto del poder que excluía prácticamente la posibilidad de alternativa (lo que limitaba el papel de control de la oposición).
En todo caso, la experiencia de ese país muestra de qué poco sirve reforzar las cautelas legales si no varía lo demás: las actitudes de los políticos, y la tolerancia social hacia los usos y costumbres de éstos. La corrupción no es un fenómeno exclusivo, ni siquiera mayoritario, de la clase política. Una sociedad en la que la fe pública pierde valor y la justicia es tan lenta que cualquier bribón bien asesorado puede escapar a ella tiene dadas las condiciones para que la corrupción crezca por doquier. Ese gran pacto de Estado que el ministro Belloch ha reclamado más de una vez para modernizar el sistema judicial contribuirá más a la regeneración de la atmósfera nacional que muchas de las medidas especiales adoptadas por el Congreso para combatir la corrupción.
Ya fue la combinación entre corrupción y crisis lo que forzó a González a adelantar las elecciones, en las que se comprometió a encabezar la revitalización del sistema. Había ya sospechas de que la corrupción había llegado a puntos neurálgicos del poder. Pero la idea de que el director de la Guardia Civil pudiera ser un delincuente era tan inimaginable como... la de un gobernador del banco central convertido en especulador y presunto defraudador de Hacienda. Ambos casos se refieren, sin embargo, a actividades realizadas en el pasado. La sinceridad del afán del Gobierno habrá de medirse no tanto porque surjan o no nuevos escándalos como por la diferente forma de hacerles frente.
Que los socialistas no se opondrán a entregar a Mariano Rubio y Luis Roldán es ya evidente (incluso demasiado evidente). Pero sólo eso no resuelve el problema político de la pérdida de credibilidad del Gobierno y de la simétrica desconfianza ciudadana hacia el poder que estos escándalos han puesto de relieve. Aznar y Anguita consideraron que la única salida a esa situación es la dimisión de González. Pocos dudan de que ésa sea la salida más conveniente para Aznar, pero no es la única. El debate mostró por qué no había planteado una moción de censura: carece de aliados, al menos de momento. Por eso tampoco plantea unas elecciones anticipadas y prefiere apostar a un mayor deterioro de los socialistas, en la esperanza de alcanzar, en su momento, la mayoría absoluta.
La cuestión ahora es si el Gobierno será capaz de recuperar la confianza de al menos su propio electorado. Las elecciones europeas y andaluzas serán la primera prueba. Es evidente que para superarla los socialistas tendrán que hacer algo más que lamentar haber sido sorprendidos en su buena fe. Sólo tangencialmente esbozó González, en su respuesta a Anguita, un reconocimiento de los errores cometidos -por el Gobierno, su partido y él, personalmente- en el tratamiento del problema de la corrupción.
Dentro de algunos años, los socialistas, en la oposición, no tendrán seguramente mayor inconveniente en reconocer su responsabilidad en el clima que hizo posible la corrupción, y sobre todo en admitir que la clave estuvo en la financiación irregular, que dio paso a una dinámica de impunidad, por una parte, y de presión sobre las instituciones, por otra, para tapar los escándalos. Pero sentar las bases de un sistema de partidos con financiación transparente, que en sí mismo no genere pulsiones de corrupción, exige que todas las fuerzas políticas reconozcan sus propias F¡lesas.
Si algo cabe reprochar al último debate parlamentario es que la crisis económica, con su tremenda secuela de paro, quedase muy en segundo término cuando sigue siendo la primera y más grave preocupación de los ciudadanos. Como atenuante cabría decir que tomar la senda correcta para acabar con la corrupción es también una condición necesaria para infundir confianza. Y sin ésta, no hay recuperación de la economía.
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