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La llegada del lobo

En su primera intervención en el debate sobre el estado de la nación, Felipe González recordó al opositor estudioso que prepara con cuidado el temario del examen, pero que carece de flexibilidad suficiente para modificar las respuestas cuando el tribunal cambia de improviso el programa en vísperas de la prueba. En medio del tifón desatado por los casos de Roldán y Rubio, el presidente del Gobierno decidió atarse al palo de mesana y mantener contra viento y marea el formato tradicional de éste tipo de debate, defraudando las expectativas ciudadanas de recibir finalmente una explicación autocrítica sobre la corrupción. Tampoco los turnos de réplica de Felipe González recuperaron, a diferencia de plenos anteriores, los tantos perdidos con el saque. La seca dureza de Aznar, al exigirle responsabilidades políticas por su permisividad con la corrupción y pedirle la dimisión, exasperó al presidente del Gobierno: la colada de los trapos sucios populares en Castilla y León y Galicia remedó el viejo diálogo entre la sartén y el cazo sobre sus respectivas virtudes tiznadoras.

Obligado a elegir entre lo malo y lo peor, Felipe González se enfrentaba ayer con la más difícil prueba de su larga carrera política. Tras el encubrimiento bajo la túnica de la judicialización del caso Guerra y el caso Filesa, las acusaciones contra Rubio y Roldán, tan evidentes para la percepción social como las denuncias anteriores, han hecho estallar las estrechas costuras de los viejos artilugios protectores. La fábula del lobo enseña que no se puede jugar en vano con la confianza de la gente: si los destrozos producidos en la aldea por la alimaña del cuento deben endosarse al bromista que cansó a los vecinos con sus falsas alarmas, la trivialización de la corrupción y las dilaciones en su investigación han contribuido a que los casos de Roldán y Rubio agarraran sin defensas a los votantes socialistas. La bochornosa sesión de tortura -de tratos inhumanos y degradantes- aplicada a Rubio por el portavoz del PSOE en la comisión del Congreso muestra los peligros para los derechos fundamentales derivados de la brusca inversión de presunciones producida por la llegada del lobo.

La aplicación por Aznar de la doctrina de la responsabilidad política para exigir la dimisión de Felipe González como presidente del Gobierno por sus decisiones u omisiones relacionadas con la propagación de las prácticas corruptas de algunos altos cargos de la Administración estuvo lógicamente sesgada por los cálculos de interés y la estrategia del PP; tampoco la exigencia de una disolución anticipada de las Cortes se libra de esos condicionamientos partidistas. Pero la crisis interna del PSOE y la inminencia de las elecciones europeas y andaluzas podrían hacer marchar a las cosas en esa dirección: si en el 12-J se registrase una abultada derrota del Gobierno, y si las tensiones intrapartidistas rompiesen la disciplina del grupo parlamentario socialista, los comicios en otoño serían casi inevitables.

El flanco débil de los compromisos del presidente del Gobierno para combatir la corrupción no es su mayor o menor grado de convicción íntima y de sinceridad personal sino la previa incapacidad de su gobierno para erradicar las malas hierbas crecidas durante doce años de mandato. El motor de Felipe González durante la campaña electoral del 6-J fue su resistencia a salir de la historia política española por la puerta de atrás y acosado por las sombras de la corrupción. Tras ser revalidado en las urnas por cuarta vez, el presidente del Gobierno anunció su disposición a dar a la política española un impulso democrático, programa que incluía la rendición de cuentas sobre el caso Filesa, una nueva ley de partidos para suprimir su financiación ilegal y la lucha contra cualquier forma de venalidad política: la escoba enarbolada en la primavera de 1993, sin embargo, no llegó a salir del trastero del Gobierno en los diez meses siguientes.

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