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Del mulo al melo

Los mamporros -esa grosera y compulsiva epidemía audiovisual que ha atestado, hasta la saciedad y la suciedad, las oquedades de la cabeza de los espectadores de cine y televisión durante el último decenio- parece que están en retirada: discreta, pero retirada. La gente está cansada de tanta mandíbula rota, tanto efecto especial, tanta agresión electrónica y tanta pirotecnia homicida. Y a las pantallas vuelve el baño tibio de las lágrimas, el retroceso -que en este territorio es un avance- a la hospitalidad del melodrama. Un signo más de la inversión que experimentan los gustos en tiempos, como son éstos, de mutación.La consecuencia de este eterno retorno casero no es que gente como Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenneger, Jean-Claude van Damme y otros animalitos cinematográficos se vayan al paro, pero sí que se vean forzados -ya están entrenándose en ello- a matizar con un gramo de pesimismo sus optimistas coces y a reorientar sus proyectiles con una pincelada de caricia: sangrienta, pero caricia. Stallone, puesto que no le quedan comunistas que exterminar, ha elegido convertirse en caballero andante de la lírica verde y prepara sus cachas para proteger, a tiros y puñetazos, de la intrusa pezuña humana la virginidad de las montañas, los ventisqueros y las especies en extinción, a las que él, por supuesto, pertenece.

Por su parte, Schwarzy -que es más listo y sabe que si la lógica de Sansón entra en desuso su estrella no tendrá más futuro que un cucurucho de helado en un mediodía del Sáhara- ha decidido darle a sus antiguas patadas un renovador sesgo irónico e incluso ilustrado con un toque autocrítico. Y, tras El último gran héroe, mantiene en marcha forzada una oficina de prospección de mercados que le abra camino y vea cómo funciona un guiso de esta especie cocinado a su medida: pastel de zurras adornado con guindas intelectuales y mundanas. Resulta que al célebre culturista austríaco le ha entrado mono de humor y, si se tiene en cuenta su sosería, la cosa puede tener gracia.

Del mulo al melo. Mientras los apaleadores profesionales retroceden, ascienden los creadores de lágrimas, que son gente más enclenque, pero no menos resultona en las taquillas que los cafres de turno. Y así, las pantallas comienzan a parecerse a piscinas. En Tierras de penumbra y Lo que queda del día, Anthony Hopkins, Debra Winger y Emma Thompson se empeñan en sembrar, y finalmente cosechan, nudos en la garganta, mientras otro zurrador vocacional, Mel Gibson, se pasa al poema moral y, en su sorprendente El hombre sin rostro, en vez de rodillazos en la entrepierna, que era hasta ayer su suprema destreza estética, ofrece una cálida elegía a la lealtad.

Si a esto se añade que Steven Spielberg, después de forrarse con los ya venerables trucos truculentos de su pesebre jurásico, obliga al personal a llevar al cine sábanas en vez de pañuelos para aguantar la inundación de lloreras que provoca La lista de Schindler, la cosa se aclara, pues es sabido que allí donde Spielberg pone el ojo, pone -si se lo propone- la lágrima, convertida, por supuesto, en oro líquido, tanto por su textura como sustancia, como por la liquidez que genera en innumerables cuentas corrientes.

El hecho es que una buena parte de la oferta de cine de tortazos está siendo gradualmente sustituida por un paquete cada vez mayor de cine de sentimientos -manifestaciones más que notables de esta riada son En busca de Bobby Fischer, Café irlandés, Azul, Blanco, Adiós a mi concubina, Belle époque, El piano, La edad de la inocencia, Lloviendo piedras, Philadelphia, Ladybird, En el nombre del padre, Canción de cuna y más películas con imán por dentro y de moda por fuera- y que el reinado de la salsa de tomate declina en favor del reinado del colirio.

La gente de paz espera que este reinado no se quede en simple regencia, sino que sea algo con más calado: que estemos ante la primera evidencia de que el público, o un sector significativo de él, comienza a empacharse de los brochazos y añora las plumillas, el indefinible perfil de la elegangia y esa forma de delicadeza que desde hace siglos llaman -y el término sigue vivo- buen gusto.

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