Raros, curiosos y olvidados
Decía Ramón Gómez de la Serna que las librerías de viejo eran unos lugares insalubres llenos de libros que nadie ha leído por indigestos. Sin embargo, son las librerías de viejo casi el único lugar donde hoy pueden encontrarse los maravillosos y gimnásticos libros de Gómez de la Serna. A esto le podemos llamar, en cierto modo, justicia poética.Lleva uno 20 años comprando libros viejos en los rastros, almonedas, baratillos, mataderos, librerías y morgues de media España, parte de Europa, Asia, África, América y Oceanía, de manera que los libreros de viejo han terminado también catalogándonos como hacen con lo que ellos llaman "el género". Saben que somos raros, curiosos y olvidados.
A los que compramos con asiduidad libros baratos los libreros en general nos tienen un odio fiero y sordo, mal disimulado, porque sospechan que nos llevamos por dos perras lo que podrían haber vendido por dos mil. Esa quimera a muchos les trae a mal traer y cada vez que nos ven asomar por sus zaquizamíes tuercen el gesto y en un rincón de la boca se les pinta la contrariedad y la aversión. Eso es absurdo.
Las relaciones de un librero con sus clientes, al menos con los inopes, son complejas, tal vez porque cada uno de nosotros llegamos a sus establecimientos tras una larga, oscura y deslustrada biografía. Tampoco somos muy diferentes de esos libros que esperan como acongojados huérfanos a que venga alguien a liberarles de ese hospicio destartalado y polvoriento.
Cada libro viejo arrastra tras de sí una pequeña historia, una pequeña novela: ventas, muertes, olvidos, robos, viajes... Los libros nuevos, por el contrario, suelen resultar de una arrogancia insufrible. Tanto brillo en las cubiertas, tanto color chillón, tanta juventud. Los libros viejos hablan en voz baja. Los libros nuevos, a voces. Alguna vez, al leer en uno de esos libros del arroyo, ya en mi casa, me he encontrado entre sus páginas la ceniza de un cigarrillo. Pienso entonces en su dueño anterior, alguien que, como yo, bajo el misterio de una lámpara, al amparo de la noche, iría cumpliendo el viejo rito de los sueños, lo que al fin vamos buscando siempre entre los libros: "Lejos de aquí, yo sería feliz". Lo más hermoso de los libros es cuando nos enseñan a prescindir de ellos, ese momento en el que todos podemos repetir, con Mallarmé: "La carne es triste y he leído todos los libros".
Otras veces fueron dos violetas secas, una fotografía, una postal... Un día, en un baúl mundo abierto en la calle de Arniches, metido en las páginas de Der Siebente Ring, de Stefan George, me encontré un billete de mil marcos de 1912; al lado dormían las cartas que una mujer joven dirigía a un médico de Viena, un largo adiós, un corto sueño... Cuántas novelas en esos pequeños restos, en esa memoria incompleta de las cosas.
El error de los libreros de viejo, el error de sus clientes, es considerar que hay libros baratos, y no. No hay libros baratos y tampoco caros. Si por un azar improbable desaparecieran del mundo todos los ejemplares del Quijote, surgiría al momento un puñado de hombres, insatisfechos y silenciosos, que lo darían todo por adquirir un ejemplar de doscientas pesetas para poder leerlo. ¿De qué sirve una fortuna si no se ha leído La Cartuja de Parma, Fortunata y Jacinta, Guerra y paz?
Todo lo que no sea mirar las cosas de esa manera es perderse en dibujos, sin olvidar tampoco aquella otra norma que nos diferencia a los bibliómanos de esa secta un tanto incomprensible y egipcia de los bibliófilos: libro que no has de leer, déjalo correr, pero no digas jamás "de ese libro no beberé".
es poeta y editor.
Babelia
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