Aquel 12 de abril republicano
Bueno, tal día como mañana, un domingo de abril de 1931, las elecciones municipales tumbaban, por segunda vez, la dinastía borbónica en España. Lo recuerdo como si hubieran transcurrido 63 años; es decir, borroso, pero con los gruesos trazos del pasado adolescente. A la sazón -aquí acaba sabiéndose todo- cursaba precozmente el cuarto de bachillerato en el colegio del Pilar y me faltaba un mes para cumplir los doce.Guardo memorias anteriores: la ominosa columna de humo que abrasaba a los espectadores del teatro Novedades vista desde la azotea de nuestra casa,. alertada la población por el rebato a fuego de las campanas, que aún se oían en aquel Madrid de 1928, y las correrías por el inmediato parque del Retiro.
Hubo vacaciones aquellos días; era natural como poco frecuente la sustitución del sistema político. Vivía la familia en la calle de Antonio Maura y la circunstancia de ser el primer varón de entre siete hermanos ofrecía oportunidades de disimular la presencia, sólo notoria a la hora de las comidas. Al menos en dos ocasiones anteriores había huido del hogar, no por malos tratos, pues era yo precisamente quien proporcionaba con regularidad los malos tratos, sino con el razonable propósito de cazar búfalos en las praderas americanas, lo que tropezaba con la incomprensión de mis progenitores. No llegué a ejercitar las habilidades con el lazo, tras prolongados entrenamientos capturando sillas y hermanos menores; me dio ocasión de conocer el reformatorio de Santa Rita.
La disgresión procede para explicar que a tan breve edad pudiese deambular por las inmediaciones y observar el comportamiento de los semejantes en aquellas alborotadas y tumultuosas fechas.
Madrid era una fiesta. Chabacana, pero jacarandosa; unos sanfermines mesetarios, con bastante vino y sin toros. Escuché por vez primera los estúpidos pareados que neciamente repiten las muchedumbres, se trate de destronar a unos reyes o mencionar los ancestros del árbitro de fútbol: "Viruta, viruta, / la reina es una...". Para variar: "No s'a marchao, / que l'hemos echao". Donaires que provocaban general contento y risas contagiosas.
Era aquel Madrid un poblachón y cualquier suceso se conocía al instante. Alguna algarabía llegó a mis alertadas orejas y hasta la plaza del Rey -familiar por el circo Price, lastimosamente perdido-, donde presencié el esfuerzo de varias docenas de bigardos, gandumbas y desharrapadas que tiraban de una soga enrollada al cuello marmóreo de Isabel II (cerca, empuña hoy una espada de hierro el teniente Ruiz). El éxito coronó paradójicamente tan denodado empeño y la efigie cayó despedazada sobre el suelo. Suficiente espolique que dio aliento a los enardecidos, y pacíficos (ambas cosas eran) ciudadanos y prendió el deseo imperioso del acoso y derribo de cualquier imaginería monárquica. Un rumor estruendoso fue creciendo: "¡Al estanque, al estanque!".
También en mi territorio. Seguí a los demoledores calle de Alcalá arriba. Puede reprochárseles muchas cosas, excepto que carecieran de agilidad. Cuando llegué, habían echado un cable a la empinada estatua ecuestre de Alfonso XII. "iAaaaaún, aaaaaún!", bramaba la risueña y excitada gente. No lo consiguieron, y confieso que quizá llegué a desearlo, pues no todos los días, ni en toda una vida, es dado ver cómo cae un monumento colocado a 20 o 30 metros sobre la mayor alberca de la ciudad.
Cuando se reanudó el ritmo escolar, un impulso irresistible me hizo aparecer con retraso a la clase de latín, dar un insólito portazo, golpear con la tapa del pupitre y gallear un "¡Viva la República!" cuya llegada y futuro me traían sin cuidado. Ostentaba sobre el jersey una escarapela tricolor que alguien me había regala do en la calle. No hubo reacción inmediata. Yo ignora ba que era mi último año en el famoso colegio del Pilar, del que, por otra parte, guardo buenos recuerdos y amigos. Festejé a mi manera el histórico acontecimiento.
Eugenio Suárez es escritor.
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