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Tres maestros

Creo que, de las incontables, o contables por centenares, películas que cada año este cronista se ve forzado por su tarea a dar cuenta en sus crónicas, en las relatadas durante el año 1993 la palabra maestría apareció , con todas sus comprometidas resonancias, referida únicamente a siete: Manhattan Murder Mistery, Short cuts, Adiós a mi concubina, Azul, En busca de Bobby Fischer, Belle époque y La lista de Schindler.

Las dos últimas han sido las triunfadoras del lunes californiano y fue injusto para ellas que no pudieran medir los signos de su maestría -presente únicamente en la competición la también magistral Adiós a mi concubina, dirigida por Chen Kaige- con la de esas otras obras maestras ausentes, dirigidas respectivamente por Woody Alleri (comedia que todavía espera un hueco para estrenarse aquí), Robert Altman (incursión en la negrura de la vida contemporánea, igualmente inédita en España), Krisztof Kieslowski y Steven Zaillian.

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El bordado de este último en esa maravilla casi clandestina titulada En busca de Bobby Fischer -injustamente ausente del reparto de oscars- añadido al portentoso guión -"es perfecto: me abrió fronteras ilimitadas para dirigir", dijo de él Spielberg en su capítulo de agradecimientos- tallado en piedra de La lista de Schindler, que le valió una estatuilla, convierten a este joven, y hasta hace unos meses casi desconocido, cineasta en el protagonista en la sombra del cine de los últimos tiempos y de la fiesta de la Academia. Es Zaillian quien emerge -Spielberg y Trueba, aquél en su opulencia y éste en la angostura de una cinematografía marginal, ya están avalados por un estilo propioen solitario como un cineasta en ascenso incontenible y de mayor alcance que el que inició la premiada Jane Campion hace unos años con Un ángel en mi mesa y que ahora con el premio al guión de El piano -mucho mejor que su dirección- se consuma.

Haber revelado en un caso -Zaillian- y sancionado en dos -Spielberg y Trueba- la maestría de tres maestros del oficio de hacer cine, convierte a esta edición de los premios de Hollywood en un acontecimiento serio, aunque tenga capítulos que se acerquen a la farsa o al amaño. Por ejemplo, la niña neozelandesa premiada por su trabajo en El piano es muy expresiva, desenvuelta y está dotada para la actuación, pero hacer con ella un ejercicio de paternalismo a costa del emocionante desgarro de Rosie Pérez en Fearless y del mejor momento de Emma Thompson en toda su carrera -la escena del segundo juicio en En el nombre del padre- parece una caricatura, que convierte a una ceremonia adulta en un festejo colegial de fin de curso.

Dos puntos de acuerdo probablemente casi unánimme: pocos discutirán que Holly Hunter, una vez discriminada de forma incomprensible la mágica Michelle Pfeiffer de La edad de la inocencia, no tenía rival entre sus cuatro competidoras tras verla en El piano; ni que al formidable Tommy Lee Jones, después de eclipsar ni más ni menos que al mismísimo sol, Harrison Ford, le fuera a apagar nadie -ni siquiera el magnífico Ralph Fiennes de La lista de Schindler- el fuego irónico con que deslumbró en El fugitivo.

Y un posible punto de fricción: nadie dudaba desde su triunfo en Berlín que Tom Hanks se iba a llevar a su chimenea de Beverly Hills el muñeco chapado en oro que desde hace dos años ya tiene en su chimenea londinense Anthony Hopkins tras su alarido en El silencio de los corderos. Esto se sabía, como se sabía que la conmovedora creación de Hanks es, pese a su filigrana, muy inferior a la del actor británico, pues este aventaja al americano en algo tan difícil de definir, y sin embargo tan diáfano, como es la posesión del genio. Hanks es un excelente actor, y su creación en la endeble Philadelphia es un excelente trabajo. Pero Hopkins es probablemente el mejor actor vivo, y su creación en En lo que queda del día es probablemente su mejor trabajo. Hay lógicamente un mundo, o un abismo, entre ambos.

El resto de los premios -músicas y fotografía, sobre todo- no parecen discutibles. Los tres destinados a Parque jurásico, justos: son para los bichos electrónicos, esa cosa que Joseph L. Mankiewicz, poco antes de irse detrás de la pantalla, llamó el cáncer del cine.

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