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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Dentro de 50 años

DE UN pasado a la vez reciente y lejano, refugiado en el último espesor de la memoria y dolorosamente actual, rebota sobre la actualidad francesa el secreto mejor guardado y más ampliamente conocido del último medio siglo: la colaboración durante la II Guerra Mundial llevó a un número considerable de franceses a participar en el genocidio contra el pueblo judío. Paul Touvier, cuyo juicio comenzó el jueves pasado, es el primer francés que responde ante la justicia no ya por la genérica acusación de colaboración con el nazismo, sino como cómplice en un crimen contra la humanidad.Touvier era en 1944 un jefe regional de la milicia, una policía paralela del régimen de Vichy que actuaba como brazo autóctono del terror nazi. Como consecuencia de un atentado de la resistencia, una patrulla de la milicia detuvo y envió a la muerte a siete judíos ejecutados por los alemanes en Rilleux-la-Papeh. Paul Touvier era el jefe de aquella unidad.

En los meses siguientes a la liberación e instalación del primer Gobierno gaullista, a finales de 1944, algunos millares de colaboradores fueron fusilados por la resistencia sin proceso o con un simulacro de tal. Francia se hallaba todavía en guerra y, aunque sin duda se debieron cometer excesos, el horror del que salía el país hace difícil no comprender al menos el contexto en el que se diligenciaba esa sumaria justicia. Estabilizada ya lo que sería la IV República, de la que pronto se alejaría De Gaulle, el extremo rigor se convirtió rápidamente en un deseo de borrar heridas, de ocultar la magnitud de la implicación nacional en el doble régimen opresor, Vichy y Berlín, y de realzar el mito de una lucha de liberación contra el ocupante, que la historia ha conocido como la resistencia.

Todo ello se tradujo en muy pocos años en un número decreciente de condenas, una propensión a la amnistía y, sobre todo, en limitar la acusación a "colaboración con el enemigo", es decir, traición. Terrible cargo, sin duda, pero que no metía al colaboracionismo de lleno en el museo de los horrores que tan trágicamente ilustraron los campos de exterminio de Auschwitz, Dachau y Treblinka.

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Este clima de cierta complacencia olvidadiza se vio intelectualmente sacudido en los años setenta con una obra del historiador norteamericano Robert O. Paxton sobre Vichy. La extensión, profundidad y entusiasmo con que se sumó a los designios de Hitler el régimen del mariscal Pétain -que vio conmutada su sentencia capital por la de cadena perpetua, por decisión de De Gaulle- había ido mucho más lejos de lo que sus guardianes nazis habían exigido en la represión no sólo del resistente, sino del judío de cualquier condición. El mito del escudo interior que sostenía Pétain mientras De Gaulle blandía la espada exterior saltaba en pedazos. Vichy había sido un proyecto nacional racista y autónomo y no un mero vasallo del ocupante.

¿Por qué ahora un criminal octogenario va a ser juzgado por todo lo que se ahorró a sus adláteres? Poderosas fuerzas, especialmente la Iglesia católica, le han protegido y ocultado hasta su detención, en 1989; pero, además, tal vez la opinión francesa se siente ahora más capaz de afrontar la imagen afrentosa de su propio pasado. La revulsión de una parte de la sociedad católica ha pesado también para que se llegara hasta este resultado, y quizá esta espesura tan finisecular de un mundo que nace sobre las ruinas de otro en el -que señoreaba la gran inquietud ante la Unión Soviética sean factores ambientales que expliquen por qué es hoy posible desnudar una realidad que se había preferido disfrazar.

Un criminal terrorífico y menor al mismo tiempo va a pagar, por fin, por sus verdaderas culpas. Y bien está que así sea. Ni la memoria ni los crímenes contra la humanidad pueden prescribir. Francia se sentirá mejor cuando tenga la seguridad de que se ha hecho justicia.

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