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Los falsos pudores

La doctrina imprudentemente expuesta la semana pasada en televisión por el ex ministro Corcuera, a fin de justificar el eventual uso de los fondos reservados del Ministerio del Interior para mejorar los sueldos de sus altos cargos y funcionarios, ha dejado en evidencia cualquier intento posterior de desmentir esa ilícita práctica. Poco importa que Asunción haya salido como garante de su locuaz predecesor en la cartera: aunque el gesto muestre el vigor de las solidaridades corporativas, ese testimonio difícilmente será aceptado como prueba de descargo por el tribunal de la opinión pública. Tampoco la exculpación avanzada por el fiscal general del Estado antes de empezar sus investigaciones tiene mejor fundamento; sobre todo si se recuerda que Eligio Hernández trabajó para Interior como gobernador civil, primero, y como delegado del Gobierno, después: unas funciones político-administrativas también beneficiadas en algunas regiones -según las informaciones publicadas- por la pedrea de los fondos reservados.El temple autoritario, la crudeza expresiva y la bravuconería fanfarrona de Corcuera -llamado a los más altos destinos en el próximo congreso del PSOE- suelen ser interpretados por sus admiradores como un signo inequívoco de sentimientos auténticos, convicciones arraigadas y hombría de bien; desde Larra sabemos, sin embargo, que la llaneza del castellano viejo suele encerrar los peores rasgos de nuestra herencia castiza. El ex ministro del Interior parece suponer que el único rasgo definitorio de la democracia es la capacidad de las mayorías electorales para imponer sus dictados a las minorías; y también que un pasado antifranquista o sindicalista legitima a los gobernantes para incumplir llegado el caso alguna ley incómoda en nombre de la voluntad popular. Corcuera se irrita con los falsos pudores -ridiculizados como culto supersticioso al formalismo jurídico y al garantismo constitucional- que impiden llamar a las cosas por su nombre y adoptar las duras medidas que algunas situaciones extremas requieren. Si durante la pasada legislatura el ex ministro se esforzó por romper ese tabú a propósito de la seguridad ciudadana y el derecho de asilo, el turno del desvirgamiento le corresponde ahora al control de los fondos reservados.

La coartada sugerida por Corcuera para justificar la eventual distribución ilegal de esas partidas secretas entre los altos cargos y funcionarios de Interior es su abnegada dedicación al trabajo y la grave responsabilidad que les ha sido encomendada. No es seguro, sin embargo, que la Dirección de la Guardia Civil sea más importante para el país, exija un esfuerzo superior o requiera mayor competencia profesional que -digamos- la Dirección del Museo del Prado; de añadidura, sólo los necios -previno Antonio Machado- confunden el valor de las cosas con su precio. Sería absurdo, por lo demás, meter en un mismo saco retributivo a los funcionarios y a los políticos. Tal vez fuese justo asignar una remuneración complementaria a los policías y a los guardias civiles especializados en combatir el terrorismo y el narcotráfico, siempre que esos pagos sean realizados con cargo a partidas presupuestarias transparentes. Pero constituiría un claro abuso de poder que los políticos se colocaran con ese pretexto al rebufo de los funcionarios a sus órdenes para rebañar sobresueldos.

La negación de las evidencias en los casos de corrupción personal o institucional ha tenido efectos devastadores sobre la sociedad. Los ocultamientos de Guerra ante el Parlamento a propósito de las actividades de su hermano o las mentiras sobre Filesa y la financiación irregular del PSOE han restado credibilidad a los gobernantes y han sembrado el escepticismo entre los ciudadanos. Los socialistas tienen ahora una oportunidad excepcional para frenar esa peligrosa deriva hacia el cinismo político: contar simplemente la verdad sobre los abusos cometidos con los fondos reservados y sancionar a los responsables de esas tropelías.

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