Ángeles en América
Aunque no figuró en primer plano, el abogado Roy M. Cohn fue uno de los más influyentes cazadores de brujas en Estados Unidos, durante los años ignominiosos del Senador Mc Carthy, marcados por una paranoia anticomunista y moralizante que devastó Hollywood, los teatros de Broadway e introdujo la censura y la autocensura en los medios de comunicación. Mano derecha de Me Carthy, operaba desde la sombra, orientando las investigaciones sobre presuntos espías, intrigando para instalar en los tribunales y puestos claves de la administración a validos y fieles ideológicos y para que los jueces dictaran sentencias draconianas contra sus víctimas. Estas malas artes, que ejercitaba con genio, fueron decisivas por lo visto en la condena a muerte de los esposos Julius y Ethel Rosenberg.Al mismo tiempo que defendía de este modo implacable la política más conservadora y las buenas costumbres, Roy M. Cohn tenía una vida secreta, de homosexual, y murió de sida, en 1986. Tony Kushrier recrea su vida en Angels in America a partir del momento en que el poderoso abogado neoyorquino se entera de que ha contraído la enfermedad y, sin ceder un ápice en sus convicciones ultras, se va muriendo a pocos, cuidado por un enfermero negro, marica y travestista, llamado Belize y espiado por el fantasma vengativo de Ethel Rosenberg, a quien ve o imagina en el curso de los espasmos semimísticos que sobresaltan su agonía, y quien le canta un responso fúnebre en hebreo cuando expira.
Roy M. Cohn es el personaje más dramático de la obra, con su personalidad reptilínea, su filosofía darwiniana y sus desplantes convulsivos, pero no es la figura principal de esta ambiciosa "Fantasía gay sobre temas nacionales" (así se subtitula), que ha ganado todos los récords de taquilla en ambas ciudades desde que se estrenó. El héroe es el joven Prior Walter, quien, hasta contraer el siniestro virus, parece haber sido un oscuro muchacho sin historia de la babilónica Nueva York, donde vivía con Louis Ironson, un procesador de sistemas proclive a la pontificación política y a las conjeturas éticas. Pero, desde que el sida comienza a socavar su frágil osatura, Prior escucha voces de ultratumba, tiene visiones genealógicas, dialoga con un ángel de hermosísimas alas, visita la muerte y regresa a la vida con el espíritu en paz y cargado de sabiduría.
Por la obra deambula también una familia de mormones, cuya severísima moral se hace añicos a la vista del público, cuando el vástago Joseph Porter Pitt, funcionario de la Corte de Justicia, reconoce su vocación homosexual, su mujer Harper sucumbe a los paraísos artificiales de la Química -el Valium- y la madre de aquél, Hannah, espartana matrona que ha acudido a Brooklyn desde Salt Lake City para salvar a su hijo Joe del pecado, descubre el sexo nada menos que en brazos de un ángel (y, por añadidura, femenino).
Éste es, por supuesto, un resumen infiel y algo sesgado de una obra que consta de dos espectáculos -"Se acerca el milenio" y "Perestroika"- dura siete horas y media, tiene un montaje de maravilla y, en contra de lo que podría suponerse teniendo en cuenta los graves asuntos de que trata -el sida, la condición homosexual, la religión en la sociedad contemporanea- hace gala de un humor chisporroteante y variado, a veces sarcástico y feroz en sus caricaturas y dardos, a veces sutil y tierno como en las ensoñaciones árticas de Harper, la esposa abandonada, y a veces, incluso, de astracanada intelectual (Roy M. Cohri, en su delirio agónico, imagina que la escritora Lilian Helman, otra víctima del macartismo, lo envenenará cambiándole los remedios).
Pero, aunque el público se divierte mucho y, gracias a la sabida envoltura del humor que los atenúa y distancia, digiere sin traumas los dolorosos y a veces atroces suscesos que describe Angels in America, creo que sería una injusticia y un escamoteo decir de ella solamente que es una obra entretenida, una excelente representación que mantiene a su espectadores todo el tiempo que dura con el ánimo regocijado. Porque esta ficción no quiere entretener sino agitar y remover los espíritus, abrir los ojos de los ciegos sobre una realidad que ignoran, estimular su visión crítica y aportar ideas nuevas para la comprensión de los más urgentes problemas actuales. En la tradición de Bertolt Brecht y en la del teatro existencialista, Tony Kushner ha escrito una obra que aspira a ser, a la vez, pedagógica y comprometida.
Y esto es, para mí, lo que tiene de más precario y discutible. Porque no es verdad que el sida sea el problema número uno que enfrenta la humanidad, como no lo era la tuberculosis en el siglo diecinueve, cuando aparecía también como una enfermedad incurable y la mórbida sensibilidad de los románticos la mitificó y ennobleció artísticamente de manera muy semejante a la que emplean para hablar del sida películas como Les nuits sauvages, de Ciril Collard o piezas de teatro como Angels in America. Viéndolas, parecería que quienes son infectados por ese virus que condena a una muerte lenta y atroz, no son víctimas sino elegidos, seres a los que el sufrimiento físico indecible y el saberse condenados, espiritualiza y santifica.
Éste es el mensaje que se desprende de la extraordinaria transformación que se opera en Prior Walter desde que revela a Louis que pertenece "al orden lesionario" hasta que, cinco años más tarde, en la escena final, reivindica con cierto orgullo la enfermedad que, con la expiación física, le ha conferido la serenidad, el conocimiento de lo humano y la aprehensión de lo divino. El sida ha convertido al innocuo muchacho del principio en un profeta y un santón mesiánico, que da lecciones sobre la vida y contempla al resto de los humanos desde una perspectiva moral superior.
Esto es religión, no razón; ilusionismo mágico en vez de aquello que pretende ser: desmitificación descarnada de una realidad problemática. Ni el sida ni infecciones o males físicos menos homicidas enriquecen el espíritu o purifican el alma; todos ellos son una tragedia para el cuerpo y, consecuentemente, perjudiciales para la vida intelectual y espiritual. Y, por lo tanto, deben ser combatidos, por medio de la ciencia y no de conjuros y exorcismos (sobre todo por quienes, como es el caso de quien ha escrito Angels in America y de quienes hacen colas de tres meses para ver la obra en Broadway, no creen en conjuros y exorcismos).
El llamado a un acercamiento racional y no fetichista al problema del sida es tanto más
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Ángeles en America
Viene de la página anteriorurgente cuanto que en torno a este mal reinan todavía tenaces prejuicios en el mundo. Pese a que las estadísticas médicas son concluyentes, muchos piensan todavía que el virus que lo provoca sólo afecta a homosexuales y a grupos relativamente minoritarios (drogadictos, hemofílicos, etcétera), lo que fue cierto en un principio pero ahora es falso, pues el número de afectados entre los heterosexuales de' ambos sexos tiende a crecer a un ritmo que se acerca, en todos los países donde hay estadísticas confiables, al de aquellos sectores sociales que fueron los más golpeados en el momento de la aparición del virus. El "problema del sida" no es pues, racionalmente hablando, el problema de los homosexuales -como parece sugerirlo Angels in America- sino el de toda la humanidad viviente, y ése es un problema cuyos estragos se pueden reducir con buenas campañas informativas y pedagógicas sobre los riesgos y la manera de evitarlos, y dedicando los recursos necesarios que permitan a la ciencia encontrar los medios de prevenirlo y curarlo. Mitificar el sida con el halo romántico de lo heroico y lo sagrado es proceder de la misma manera irracional y oscurantista de quienes lo consideran un azote de Dios contra pervertidos y viciosos.
Tampoco es la estrategia más eficaz para luchar contra el prejuicio y la discriminación de que son víctimas las minorías sexuales, mitificar el homosexualismo, dando a entender, como ocurre en la obra de Kushner, que quien lo practica y elige, por las sanciones sociales a que se expone y la incomprensión y hostilidad de que inevitablemente es víctima, alcanza una forma más intensa de humanidad, una sensibilidad más aguzada para la compasión, la solidaridad y la fraternidad. (Eso es lo que en la obra personifica Belize, el ex-travestista, que dedica su vida a cuidar a enfermos de sida incluso tan repelentes como Roy M. Cohn). Y no lo es porque se trata de una flagrante mentira, como lo son todas las clasificaciones de la especie humana que disuelven lo individual en lo gregario. La verdad es que no existe "el homosexual" genérico, como tampoco existe "el heterosexual" prototípico. Existen homosexuales y heterosexuales y, en ambas variedades, tal miriada de subespecies y excepciones que invalida de entrada cualquier intento reduccionista y generalizador. Como la raza, la religión, la lengua o la cultura, el sexo es un dato entre muchos otros que, por sí solo, es incapaz de explicar suficientemente a un individuo, menos aún a una colectividad.
Tal vez estas consideraciones vayan demasiado lejos en el análisis de una obra cuyo gran mérito no es filosófico sino el de hacer descubrir la felicidad y el entusiasmo del buen teatro a un público que comenzaba a dar la espalda a los escenarios. Pero ocurre que Angels in America, además de destreza teatral, delata una gran ambición y el convencimiento de que aquella ceremonia ficticia que el texto dramático y los actores representan, puede tener un efecto prolongado en la vida y, a través de los espectadores educados por ella, corregir lo que anda mal, orientar la historia. Yo no estoy muy seguro de que éstos sean los poderes ni los deberes de la ficción pero, si lo son, conviene que las lecciones que imparte la escena distingan claramente lo que es mito de lo que es realidad.
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