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El festival de cine de Berlín se inaugura como un ensayo general para los Oscar

La apertura, con "Pequeño Buda", crea rechazos por ser una película ya estrenada

Nada menos que 25 cineastas aspirantes a otros tantos Oscar de Hollywood compiten en esta edición del festival berlinés. Y9 una vez más, por su fecha y por la vocaciónde su dirección, la Berlinale se convierte en un inesperado ensayo general del gran día del cine californiano. Esta estrategia añade interés periodístico al acontecimiento, pero devalúa su prestigio, disminuye su independencia y daña su identidad, que yafue bastante erosionada anoche por la proyección en la sesión inaugural de Pequeño Buda, que está ya comercializada, lo que atenta contra un principio esencial para un festival de esta especie, destinado a dar a conocer películas inéditas.

Los 25 aspirantes a un Oscar que compiten en Berlín 94 podían haberse convertido en 37 si las rumoreadas y nunca reconocidas -pero a todas luces evidentes- gestiones de la Berlinale con Steven Spielberg para traer aquí, en una sesión a todo lujo, La lista de Schindler hubieran fructificado.De haberlo hecho, los Oscar casi en pleno hubieran pasado por la criba del Zoo Palast y, sobre todo, del Kongresshalle, donde los -pese a la crisis y a los negrísimos nubarrones que ve en el futuro Moritz de Hadeln, director de este enorme tinglado- más de 3.000 periodistas acreditados miran día a día con lupa los casi 600 al mes que componen el grueso de la selección, con sólo 30 de ellos en el concurso de la sección oficial.

Nombres luminosos

Los nombres luminosos de Debra Winger, Tom Hanks, Jonat.han Demme, Jim Sheridan, Daniel Day Lewis, Emina Thompson, Anthony Hopkins y otros 18 colegas suyos, suenan entre los títulos de media docena de películas que también aspiran a ser pronunciados en el escenario del Dorothy Chandler Pavillon de Los Angeles dentro de unas semanas.

La presencia en la Berlinale de tanto nombre, tanto personaje y tanta película aspirante a un premio de la Academia de Hollywood es un arma de doble filo, tanto para aquella como para ésta.

Se ha visto otros años y se verá éste. Por un lado, los ecos de su acogida en Berlín llegan con velocidad de tam-tam electrónico al corazón de Hollywood y resuenan en las coronillas de los académicos de la aldea californiana, que son quienes tienen que votar los Oscar, como auténticas pedradas, influyendo así en sus criterios lo mismo a favor que en contra.

Y, por su parte, la Berlinale, al multiplicarse su audiencia y su interés informativo mundial por el hecho de convertirse en mensajera de un suceso posterior con mayor valoración informativa que el suyo, tiene la sensación de que una parte muy importante de su vieja y sólida identidad le es mordida y secuestrada desde fuera, desde el otro lado del Atlántico. Y de fin tiene la impresión de convertirse en medio, de objetivo en pretexto, de cumbre en peldaño. Y, a la sombra de esta su condición de antesala del Oscar, la 44ª edición de la Berlinale difumina sus perfiles y lo que tiene de inimitable e insuperable pasa a segundo término informativo.

Homenaje a Sophia Loren

Por ejemplo, que aquí puedan verse estos días ni más menos que las respectivas obras completas del director Erich von Stroheim y de la actriz Soplila Loren, que acudirá la semana que viene a Berlín para culminar con su presencia la proyección de todas sus ausencias, de sus películas y, para machacar en lo ya machacado, para presentar precisamente la reposición de La ciocciara, que precisamente es la película que le proporcionó a la grande y hermosa actriz italiana su Oscar. No puede ser, aunque lo sea, casual.

Para colmo, en Berlín -que por estas fechas siempre tirita de frío- este año hace un tiempo auténtica primaveral. Y es precisamente la llegada de la primavera el pretexto astronómico que buscaron en 1928 quienes idearon el juego del Oscar.

Budómanos y budópatas

La proyección en la sesión inaugural de Pequeño Buda provocó rechazos ostensibles entre los periodistas que se apiñan desde ayer en el inhóspito palacio de congresos del bosque de Tiergarten. Resulta muy difícil explicar por qué un filme ya comercializado en casi todo el mundo se beneficie de la enorme publicidad gratuita que genera el simple hecho de abrir un festival de esta envergadura. Algo huele a cartas marcadas en un juego que presume de limpio.Es una ley no escrita, pero sagrada en este-juego, que las películas tienen derecho a estar en el escaparate de un festival de primera categoría como es éste deben ser inéditas o como mucho tan solo estrenadas en su país de origen. Pero no es éste el caso de la producción franco-británica Pequeño Buda, dirigida por el italiano Bernardo Bertolucci. No hace falta advertir a los lectores de esta crónica que pueden ahora mismo acudir a verla en algún o algunos cines de su propia ciudad, pues lo han leído reiteradamente en zonas publicitarias y no publicitarias de todos los medios de comunicación a su alcance. Y otro tanto pueden decir o escribir otros cronistas de otras muchas latitudes, pues el filme está en plena fase de explotación comercial internacional y, sin embargo, aquí se presenta por las buenas, de señorito, fuera del riesgo del concurso, en una sesión de adorno que es un regalo publicitario de valor incalculable.

Circula aquí una versión malvada del por qué de esta aberrante publicidad de lujo destinada al Buda de Bertolucci: se trata de una maniobra de salvamento para una película de alto costo, pero cuyo rendimiento comercial está lejos de ser el que se presumía. Habría, por ello, que echar un cable al náufrago y aquí le han puesto en bandeja no un cable, sino un hilo de seda.

Otra versión, más sofisticada, añade a lo dicho que en las oficinas de marketing del cine europeo han tomado últimamente nota de las técnicas de enganche del cine de Hoollywood y que lo que se busca con este intento de meternos al Pequeño Buda en la sopa es provocar una oleada de budomanía sobre las cenizas de la dinomanía.

El hecho es que, mientras la película aburre a media Europa, en las factorías de la cosa ecológica comienzan a lanzarse ideas para una oferta masiva de telas de textura vegetal y de tinturas rojizas que imiten las que los monjes budistas usan para teñir sus mantos. Y en la inmortal sombra del príncipe Sidharta, que se alarga desde hace 2.500 años a esta parte, quieren meter ahora la pezuña los mercaderes de lino y de cochinilla, además de los fabricantes de sandalias, rosarios o libros religiosos.

Lo que ocurre es que, si se tiene en cuenta la soporífera mediocridad de la película de Bertolucci, se corre el peligro de que este intento de fabricación de una budomanía logre sus propósitos de forma muy restringida y se convierta en cosa de unos pocos budomaniacos o, apretando el cinturón de la palabra, budópatas, que es lo que parece más probable a tenor de la vaciedad de la película desencadenante del negocio.

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