Manchas de pintura
Me he acordado, visitando uno de estos días el Museo Thyssen, de la primera vez que vi algunos de sus cuadros, hace seis o siete años, en Barcelona, en una exposición que había en el palacio de la Virreina y que fue como un gozoso anticipo de lo que entonces parecía increíble: que tanta maravilla pudiera quedarse entre nosotros. Llego ahora al palacio de Vistahermosa, con sus amplitudes racionalistas y diáfanas, sus suelos de mármol y sus paredes rosadas, y me cuesta creer que un tesoro semejante pertenezca ahora a mi país, en medio de tanta fantasmagoría y de tanta barbarie. He recordado esa tarde en Barcelona la primera vez que vi el brillo de la seda negra en el sombrero de copa de la amazona de Manet y la frialdad inesperada que provocó en mí el primer cuadro de Pollock que veía en mi vida, pero sobre todo me ha vuelto a la memoria un pormenor olvidado: dos manchas de pintura blanca que hay en un cuadro de Francis Bacon titulado Retrato de George Dyer en un espejo, una de ellas tan corta que puede no ser advertida, la otra alrgada y grumosa, como una sugerencia no de pincelada o de un brochazo, sino de óleo añadido al lienzo estrujando sobre él un bote de pintura.Se trata de la clase de detalle en el que uno casi no repara cuando mira una reproducción. Lo que nos parece más memorable del cuadro ocurre en la cara deshecha del personaje retratado, en la manera en que el rostro del espejo está como partido por un hacha: es probable que el prestigio de irrespirable crueldad que envuelve a los cuadros de Bacon esté motivado en gran parte por el hecho de que los vemos casi siempre en reproducciones. Cuando uno vuelve a encontrarse, al cabo de varios años, con ese retrato de George Dyers, lo que descubre no son las obviedades y las generalizaciones de una fotografía, los horrores baconianos de la soledad y la autodestrucción, sino una suma de emociones más generosa y más amplia en la que, por supuesto, está incluido el horror, pero en la que también hay un impulso de entusiasmo, el puro gozo de la materialidad de la pintura, que estaba afirmado y escondido como una contraseña justo en ese brochazo innecesario, en ese borbotón de pintura blanca que sobresale de la superficie del lienzo como invitando, no sólo a la mirada, sino también al tacto.
Si sólo los conociera por reproducciones yo no habría sabido nunca cuánta ternura pueden contener los cuadros de Francis Bacon: la cara de George Dyets muestra en el espejo manchas rojizas de violencia o de enfermedad, pero también hay, en la extensión azul que ocupa casi la mitad del cuadro como una cortesía de pinceladas muy suaves, una sugerencia no de claustrofobia, sino de espacio abierto y de quietud. Mirando la reproducción uno piensa en ese hombre con la cara medio borrada y el ademán convulso que se mira en un espejo y del que seguramente sabe que fue amante de Bacon y que se suicidó. Frente al cuadro verdadero, en una sala del Museo Thyssen, lo que yo percibo -no es tanto el personaje como el trabajo del pintor, la experiencia disciplinada y material de su oficio, las suavidades y las audacias de su mano, la rúbrica descarada y final de esa mancha de pintura blanca, que no tiene otra razón de ser que el puro acto afirmativo de su trazo: la vida no pudo haber sido tan atroz para alguien que disfrutaba tanto frente a un lienzo. En las salas del Museo Thyssen dedicadas a la pintura del siglo XX se da uno cuenta de que por culpa de las reproducciones la historia del arte, sobre todo la del arte moderno, tiende a ser un gran malentendido. En los tiempos del grabado, incluso en los de la fotografía en blanco y negro, nadie se hacía ilusiones con respecto a la posibilidad de conocer un cuadro sin tenerlo delante de los ojos. Estaba claro que una reproducción era sólo un indicio, una sombra de algo, no su misma presencia. Las fotos en color, la apariencia de fidelidad absoluta, nos han inducido a conformamos con lo que veía mos en el lujo satinado de los libros de arte: simulaciones abstractas, nacidas tan sin esfuerzo como las visiones de los sueños, de una neutra inmaterialidad, sin tamaño verdadero, como pro yecciones , invariables de linterna mágica sobre una negrura lisa.
En ese error de percepción se han sustentado las ideas de casi todos nosotros sobre el arte moderno. Mirábamos apasionadamente diapositivas y láminas de libros y como no teníamos ocasión de ver casi nunca los cuadros verdaderos éramos mucho más vulnerables a las vacuas supersticiones interpretativas, que usaban la pintura como un pretexto incómodo para el adoctrinamiento. Si alguna vez uno viajaba a algún país donde existieran colecciones razonables de arte moderno, al principio era más fuerte el desconcierto que la admiración: la primera vez que yo vi en París los jugadores de cartas de Cézanne me sorprendió sobre todo el formato tan reducido del cuadro; pero es justo el tamaño lo que acentúa su intensidad.
En el Museo Thyssen, una mañana de lasprimeras de enero, en ese estado como de expectación desierta que sobrecoge a la ciudad cuando el año apenas empieza, celebra uno su travesía privada no por la historia del arte, sino por la presencia misma de la pintura, por las cosas materiales de la que está hecha, el lienzo, el papel, el denso óleo, los acrílicos, el carbón de los lápices, los tenues grumos de color diluidos en agua, el cartón y el papel de periódico y los billetes de metro de los collages cubistas. Mientras viajo con una sola mirada de Juan Gris a Mark Rothko o del Nueva York nocturno y lunar de Georgia 0'Keefe al Nueva York pitagórico de Piet Mondrian, pienso en la excitación que sentía Stendlial cuando entraba en la Scala en las noches de ópera, y me acuerdo de algo que anotó en su diario aquel fenático de la música, de las mujeres y de la pintura: que el arte es una promesa de felicidad.
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