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'Remake'

Enrique Gil Calvo

Durante nuestra juventud, cuando asistíamos los jueves en pandilla a las sesiones dobles del cine Olimpia, el plato fuerte del programa, al margen de la serie B de relleno, lo constituía el sonado reestreno de alguna película famosa: Río Rojo, de Howard Hawks, con John Wayne y Monty Clift, pongamos por caso. Y había ocasiones gloriosas, si ya la habíamos visto antes, en que la reposición podía llegar a ser una fiesta, pues entonces podíamos rememorarla sobre la marcha, anticipar la llegada de las escenas más excitantes y celebrar en grupo el crescendo argumental que la coronaba. Pues bien, ahora se nos anuncia un análogo remake: el deliberado reestreno de aquel sonoro acontecimiento que hace cinco años representó la huelga general del 14-D. ¿Y qué mejor metáfora que Río Rojo, dramática defenestración de un maduro maestro (Nicolás Wayne) a manos del discípulo que le desmiente y le destrona (Felipe Clift)? Pero nunca segundas partes fueron buenas: y esta rememoración no parece tan feliz como las de mis reestrenos adolescentes, pues existen sensibles diferencias entre ficción y realidad. Cada vez que hoy se repone Río Rojo, los rostros de Wayne o Clift siguen siendo los mismos, y sus hazañas villanas o heroicas no envejecen, sino que renacen como recién estrenadas por su eterno retorno. Pero en la vida real, como nos advirtió Heráclito, nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, ni aunque sea rojo: el Nicolás Redondo de hoy ya no se parece a John Wayne, ni Felipe González conserva el encanto seductor de Monty Clift. No sólo resulta imposible bañarse dos veces en el mismo río, sino que, además, el intento de remedarlo puede causar unos efectos muy distintos a los buscados. Ésta es la conocida tesis, atribuida a Marx, de que la historia sólo se repite como tragicomedia. Lo cual tampoco parece grave, pues no vendría nada mal un poco de farsa para consolarnos de tanto deprimente pesimismo económico y animarnos a salir del agujero. Pero cabe dudar que un revival del 14-D tuviera virtualidades semejantes, pues más parece la patética convocatoria de un forzado desempate del que pueden salir derrotadas ambas partes. Por tanto, no espero nada de la excitante expectación con que se aguardan los más sonados reestrenos. Por el contrario, mi sospecha es la de fastidiosa inutilidad: más de lo mismo no, por favor, que ya está demasiado visto. A estas alturas de la película hemos perdido todo nuestro interés, quizá porque ya la vimos antes y sabemos cómo termina. Por eso, más que farsa parece una mala comedia disfrazada de tragedia. El escenario nos lo venden, desde luego, como si se tratase del conflicto que desgarra a dos antagonistas deseosos de pactar, pero fatalmente predestinados a caer una vez más en el mismo funesto desenlace. Sin embargo, como dos no riñen si uno no quiere, tanto fatalismo parece más bien una comedia donde se interpreta un simulacro ya ensayado antes que difícilmente puede engañar más a nadie. Y la sensación le incredulidad aumenta porque os actores repiten unos papeles en los que ya no parecen creer, a juzgar por la poca convicción o verosimilitud conque los representan. ¿Por qué fingían antes que querían pactar y siguen fingiendo ahora que ya no pueden hacerlo y que se ven obligados a la ruptura? Sin duda, por la presión de la opinión pública, es decir, por salvar la cara, conservando limpia su honra calderonianaLos hechos son conocidos en toda Europa: para salir de esta crisis generada por la posguerra fría, recuperar el empleo y mantener incólume el Estado de bienestar, es preciso reducir bien los costes laborales, bien los gastos sociales o bien, más probablemente, ambos a la vez. La única (falsa) alternativa para evitarlo a corto plazo sería el proteccionismo, que también conduciría al empobrecimiento a largo plazo. Esto lo saben todos los observadores, incluidos los sindicales, aunque éstos sólo lo confiesen off the record y finjan desmentirlo indignados cuando posan ante las cámaras. Entonces, ¿por qué no se pacta un recorte controlado? No se hace porque ambos bandos tienen buenas razones para preferir evitarlo.

Comenzando por los sindicatos, podría pensarse que si rechazan airados la reforma del mercado laboral es, precisamente, para poder abandonar las negociaciones y no tener que renunciar a su verdadera línea de defensa, que es la negativa a aceptar ningún recorte salarial. Y algo de cierto debe de haber en ello, en efecto, pues el núcleo duro de su posición es la defensa del salario, y lo demás es literatura moral. Sin embargo, también parece que, en su fuero interno, los sindicatos ya están resignados oí lo inexorable, que es el fin de los tiempos de las alegrías salariales: pero no lo pueden admitir en público, pues perderían toda su razón institucional de ser. Entonces, ¿cómo explicar que monten una huelga general tan aparentemente inútil sólo para camuflar su negativa a comprometerse con las inevitables reducciones de los costes laborales? Creo que lo hacen para justificarse, es decir, para poder ganar el derecho a no parecer responsables de nada de lo que pase: y están dispuestos a comprar ese derecho pagándolo al precio de una huelga general. Es una forma, quizá pueril pero eficaz (y cuanto más dramática más verosímil), de decir: "Yo me lavo las manos y caiga toda la sangre sobre la cabeza del Gobierno". Esta política de gestos resulta literalmente irrefutable, pues ¿de qué sirven las cifras macroeconómicas ante la fuerza retórica de un espectáculo tan teatral como la huelga general?

Por su parte, la posición gubernamental tampoco parece más sincera que la sindical. Prometió buscar un pacto social con los sindicatos y no ha hecho lo suficiente para lograrlo: ¿por qué aceptó dejar para lo último lo esencial, que era el acuerdo de rentas, permitiendo así que los sindicatos lo evitasen plantándose antes con cualquier excusa vendible en sociedad? Todo parece indicar que el Gobierno tampoco estaba realmente interesado en alcanzar el pacto social. Pero ¿qué motivos ocultos podría tener para eludirlo? Sin duda, los de mantener las manos libres para poder recortar a voluntad el gasto social que está estrangulando suicidamente las cuentas del Estado. En efecto, como se demostró el año 1989, cuando se pasó la factura de la huelga general del 14-D (comprometiéndose un crecimiento del gasto social muy superior al promedio europeo, con gravísimo endeudamiento público), cualquier pacto social, por restrictivo que fuese, habría de acarrear como contrapartida ciertas concesiones en gasto social, lo que determinaría insoportables aumentos del ya intratable déficit presupuestario. Y España ya no puede permitirse esto: por el contrario, antes o después, y en contra de toda promesa electoral, habrá que contener también el gasto social, si queremos salvar el Estado de bienestar.

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Pero todo esto, claro está, no puede decirse en público. ¿O sí puede decirse? ¿Dónde está nuestro gran comunicador, capaz de remontar la corriente de los prejuicios interesados, enfrentarse a la tiranía de la opinión pública y asumir la responsabilidad de proclamar la verdad que más duele? ¿Quién se atreve a bañarse dos veces en el río rojo?

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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