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Caperucita Europa y el lobo feroz

Xavier Vidal-Folch

Ésta es una protesta en nombre de Charles Perrault, cuentista. Su Caperucita roja y el lobo feroz, publicada hace casi tres siglos, en 1697, está siendo falseada. El amigo americano ha logrado algo verdaderamente fantástico: contar el cuento al revés a todo el mundo. Ha trastocado los personajes, explicando a diestro y siniestro que Europa es el lobo feroz proteccionista, amenazante para la liberal Caperucita norteamericana y dispuesto a engullir la noble causa del libre comercio mundial.Este ha sido el argumento reiterado hasta la saciedad en los siete años de negociación de la Ronda Uruguay del GATT, que hoy debe finalizar con éxito. Tanto ha calado la especie, que se consagró como verdad universal, hasta el punto que muchos europeos lo han creído así.

El argumento tiene un defecto. Es rotundamente falso.

¿Por qué? Porque la economía de la Unión Europea (UE) no es la más cerrada y protegida del mundo, sino justamente al Contrario: la más abierta y permeable al intercambio. Europa es la primera potencia comercial internacional. Coloca en el exterior el 39,3% de las exportaciones mundiales, contra el 12,1% de EE UU y el 9,2% de Japón. Y absorbe el 39,7% de las importaciones de todo el orbe, contra el 14,4% de EE UU y el 6,1 % de Japón, según datos para 1992 del informe del GATT del pasado junio. Es decir, el mercado europeo es, en cifras absolutas, el más abierto. Y en el que más penetran los vendedores de otras zonas del mundo.

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Pero eso es también verdad según criterios relativos. El parámetro técnico que suele usarse para analizar la apertura de una economía al exterior es cuanto representa la suma de las exportaciones y las importaciones sobre el producto interior bruto (PIB) de cada área. Como resulta que el PIB comunitario (4.738 millones de ecus en 1990) es muy similar al norteamericano (4.235 millones), y su comercio exterior (exportaciones más importaciones) duplica largamente al de su primer rival, la cosa está clara.

Y como la europea es la economía más abierta, es también la más interesada globalmente en que la Ronda Uruguay termine hoy con éxito. La eliminación de trabas al comercio que supondrá debiera generar por sí sola un aumento del comercio y la producción mundial de unos 20 o 30 billones de pesetas anuales sobre los cerca de 400 billones actuales, según calculan ¿con optimismo? los sabios de la OCDE y del GATT. Y al ser el primer comerciante del mundo, la UE debería, en aplastante lógica, hacerse con un buen pellizco de este pastel añadido. Y de lo que implica: un crecimiento económico adicional en tomo al 1% anual, lo que no es grano de anís en tiempos de recesión. Con dos puntos porcentuales más, volveríamos a crear empleo seriamente.

Más todavía. Europa tiene un arancel medio (impuesto en aduana a las importaciones) del 4%. Las crestas o picos arancelarios -o sea, los aranceles más altos- superan en muy pocos casos, muchos menos que en Estados Unidos, el 15%, barrera que se supone inhibe la importación. De manera que una reducción de aranceles apenas constituye un gravoso peaje para la UE, mientras que favorece sus exportaciones.

¿Por qué, pues, si el mercado europeo es el más abierto y el más interesado en el éxito de la liberalización comercial aparece como si fuera exactamente al revés? ¿Por qué siendo Europa Caperucita se la tilda de lobo feroz? Porque la batalla por la hegemonía económica mundial es también, o sobre todo, política y mediática. Cuando en 1985 se aprobó el Acta única que abría paso al mercado único, los grandes competidores temblaron. La ola eurooptimista colocaba al Viejo Continente como punto de referencia mundial bajo el hermoso lema de una Europa sin fronteras. Pronto sus rivales acuñaron el contralema: esa Europa no tendría a lo mejor fronteras internas, pero engrosaría las externas, sena una Europa fortaleza inaccesible a los demás, argüían. Y pidieron una nueva Ronda del GATT que atacaría el punto débil de esa fortaleza, la política agrícola.

La Europa comunitaria cometió su gran error: se dejó entrampar en la tela de araña de la discusión agrícola, cuando no era ésa la clave de bóveda de la mejora del comercio mundial. Y además constituía una discusión económicamente menos interesante para los europeos, porque su participación en el comercio agroalimentario mundial apenas alcanza el 13% del total de intercambios (peanuts, por tanto) y porque el empleo que genera el campo apenas llega al 7% de la población activa comunitaria. Mientras que el sector servicios -en el que EE UU sí ha estado cerrado, hasta ayer, a cal y canto- supone el 25% de sus exportaciones y absorbe el 60% de su población activa.También menos interesante políticamente, porque Europa llevaba en ese asunto las de perder. Incluso la más ingenua Caperucita tiene algún rasgo de lobo. La política de sobreprotección de la agricultura europea era ese rasgo feroz y escandaloso: fijaba al alza los precios agrícolas encareciéndolos hasta un 60% para los consumidores internos (azúcar, pan, aceite, vino, leche y mantequilla) respecto a los precios mundiales; y subvencionaba las producciones y las exportaciones hasta un nivel de deslealtad que distorsionaba el comercio mundial agrícola. El problema social de los agricultores y el clientelismo electoral rural atenazaban a los dirigentes europeos. Las sucesivas reformas de la política agrícola común moderaron estos excesos. Desde 1988 empezaron a eliminarse los excedentes agrarios y se impusieron límites al gasto agrícola comunitario: el año próximo apenas superará el 50% del presupuesto europeo, mientras que hace diez años desbordaba el 60% y hace veinte el 70%. La gran reforma de 1992 cambió el mecanismo: en lugar de subvencionar precios y productos, los apoyos se orientaron, más ortodoxamente, a los agricultores. Se recortaron precios (un 29%) y se abandonaron tierras arables (un 15%). Era la buena, aunque dramática, senda.

Así que desde 1988 Europa perdió en cinco años unos cinco puntos en el comercio agrícola mundial. Pero esa cuota de mercado no fue absorbida por el Tercer Mundo, como hubiera sido deseable para el reequilibrio de las diferencias territoriales, sino por los propios EE UU, por Canadá y Australia. Al cabo, se llevó el gato al agua, o mejor, el grano propio al mercado ajeno, el que dispone de las gigantescas empresas que fijan los precios mundiales y controla los mercados de futuros: Estados Unidos. Se reveló así falaz la gran coartada estadounidense, según la cual el exceso de protección agrícola europea era lo que más estrangulaba la exportación desde los países pobres. Aunque éstos, seducidos por el señuelo de que mejorarían sus ventas al Viejo Continente, se habían apuntado ya al banderín de enganche de Washington en la batalla agrícola.

Poco importaba para centrar los dardos en el enemigo europeo que Japón no sólo se fortificase, sino que se blindase ante la entrada de un solo grano de arroz del exterior y encareciese ese producto básico hasta un 600%. O que los propios estadounidenses protegieran a sus dos millones de agricultores con ayudas indirectas por valor de 17 billones de pesetas (cifras de 1990), contra sólo 10,6 billones que recibían los 10 millones de agricultores europeos. Lo maligno no era ya el nivel de protección, superior cuantitativamente en Norteamérica, sino el perverso mecanismo protector europeo, porque era más transparente y fácilmente cuantificable, porque distorsionaba aranceles y exportaciones, y tocaba así, ¡ay!, las reglas de juego del GATT. Y eso fraguaba la alianza de todos contra Europa.

La mala conciencia del propio pecado original, el miedo a las protestas de los cultivadores bloqueando el centro de Bruselas, la dificultad político-electoral de reformar drásticamente su política agrícola, el terror a las represalias

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Caperucita Europa y el lobo feroz

Viene de la página anteriorcomerciales una y otra vez anunciadas por Washington (sobre el vino, sobre los aceros ... ), el hándicap que supone aunar doce voluntades y no disponer de un portavoz único, es decir, la ausencia de una Europa políticamente unificada, empantanaron largo tiempo a la Comunidad en el terreno de discusión que le era menos favorable, el agrícola. Un pantano en el que además proliferaban humillaciones tan galantes como esta lindeza del negociador norteamericano Mickey Kantor en The Wall Street Journal el pasado enero: "Los europeos chillan como cerdos atascados en una reja".

Hasta que, en la recta final de la discusión, hace apenas dos meses, el negociador comunitario Leon Brittan un astuto liberal thatcheriano nada sospechoso de nostalgias proteccionistas- dio la vuelta a la tortilla. A medias encauzado el litigio agrícola, devolvió la pelota a EE UU, demostrando que los picos tarifarios -aranceles superiores al 15% que prácticamente impiden el acceso a un mercado- eran el talón de Aquiles de su rival: EE UU tenía una cordillera defensiva de 663 picos; Japón, de 457, por sólo 101 de la UE. Y los picos Himalaya (aranceles superiores al 25%) aún de mostraban más plásticamente quién era Caperucita y quién el lobo feroz: EE UU defendían su fortaleza con 186, Japón con 46 y Europa con ninguno. Ése era el asunto de mayor interés, cuya revelación acabó acorralando al amigo americano y desbloqueando en buena parte el enfrentamiento Bruselas-Washington. Ése, y el proteccionismo practicado por EE UU en el sector servicios. Y su resistencia numantina -hasta el final y en solitario ¡contra los otros 114 países del acuerdo!- a convertir el GATT en una auténtica organización multilateral del comercio que imponga su ley, soslayando los decretos de represalias unilaterales a que tan inclinado se muestra Washington amparándose en la sección 301 de su Trade Act. De modo que ha sido tarde y torpemente, pero los protagonistas de este juego-cuento de Perrault han vuelto a colocarse, al menos de momento, dentro del personaje propio de cada cual, con permiso del litigio sobre la industria audiovisual, que seguirá largo tiempo. A lo mejor, lo que ha ocurrido ha sido sólo un episodio ilustrativo de la tesis que pregonaba el empresario Michel Albert en su Capitalismo contra capitalismo. A saber, que la despiadada lucha por el dominio mundial se plantea hoy entre el capitalismo anglosajón (individualista, menos rentable, desarticulado, manchesteriano) y el renano (más solidario y de empresas más rentables, con mayor cohesión social y territorial). Ése constituye el principal espectáculo internacional, una vez desaparecida la contradicción capitalismo-comunismo por defunción del último.

En este forcejeo, la hegemonía política, mediática y cultural resulta decisiva, y en eso lleva la delantera el capitalismo anglosajón. Caperucita-Europa sólo ha sabido despojarse de la ingenuidad, buscar aliados y explicarse al mundo en el último minuto. Y ha estado a punto de ser devorada por la profunda garganta de quien se presentaba como generosa y desprendida abuelita. Habrá' que extraer lecciones hacia el futuro. Para que nadie confunda a Caperucita con el lobo feroz ni con los cerditos de Kantor. Para que, si tiene que cambiar de personaje, se convierta en Blancanieves y no en los doce enanitos.

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