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Tribuna:TRAVESÍAS
Tribuna
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Eric Clapton, en Oslo

Antonio Muñoz Molina

No importa el lugar de Europa o del mundo a donde lo haya llevado a uno su viaje, da igual lo que se vea desde la ventana de la habitación del hotel, y también la posible diferencia horaria que nos desoriente al principio, o la novedad de un clima extraño o de una luz inusual. Cada vez más el viaje es un tránsito por lugares idénticos, aeropuertos, carreteras suburbanas con anuncios de Sony, o de IBM, o de Toyota, o de Jurassic Park, vestíbulos de hoteles, habitaciones, de hoteles desde donde apenas se mira distraídamente un paisaje siempre más o menos familiar, aunque la luz o el clima nos lo transfiguren. Lo primero que hace uno en la habitación del hotel es conectar el televisor, y le da igual la hora que sea y en qué lugar del mundo se encuentre, pues siempre verá lo mismo en la pantalla: el noticiario universal y perpetuo de la CNN y los convulsos ritmos de la MTV, donde la música y las imágenes aturden con una mezcla singular de fugacidad monotonía, de quiebra constante y de repetición sin pausa.La CNN no deja nunca de emitir noticias; en la MTV nunca se apacigua la velocidad de los vídeos musicales o la palabrería de los presentadores. Las imágenes cambian tan rápidamente como si llevasen incorporado un mecanismo neurótico de mando a distancia. La unidad de tiempo, lo mismo en la música que en la narración de una noticia, es la pulsación digital, el parpadeo, el latido. A través del televisor uno acaba sumándose a una congregación ajena a todo territorio, a toda limitación física, a una red de voces y miradas cuyos hilos tienden los satélites y las antenas parabólicas sobre la superficie del mundo. El lugar donde alguien esté es irrelevante: en un programa de la CNN conversan apaciblemente tres personas, pero una de ellas está en Atlanta, otra en Londres y la tercera en Tokio, de modo que la conversación no sólo atraviesa las latitudes del espacio, sino también las del tiempo, pues uno de los interlocutores habla a primera hora de la mañana, el segundo a mediodía y el tercero al atardecer.

En cuanto a mí, pensar que también podría estar asistiendo a esa conversación si me encontrara en Madrid o en Singapur, en vez de encontrarme en Oslo, me da un sentimiento de extraterritorialidad que roza la alucinación y se aproxima mucho al desamparo. Tras los cristales hay una ciudad donde llueve tan en silencio como si nevara y donde me sorprendió el atardecer a las tres de la tarde. A las cuatro ya era noche cerrada y llovía tan densamente que se borraba todo en la distancia. Delante del Nationalteatter la estatua colosal de lbsen soportaba la lluvia con determinación y abatimiento bajo la claridad escasa del alumbra do público, que daba un brillo de hule a las grandes solapas de su abrigo de bronce.

Tantas horas de oscuridad aletargan el sentido del tiempo: en la ventana, la noche de Oslo lleva durando me dia vida, y en la televisión, los mi nutos tampoco retroceden ni avanzan, quedan trizados en instantes, en voces de locutores, en imágenes emitidas en directo, en planos de vídeos musicales que no duran más de un segundo, en canciones celebradas por su absoluta novedad que al cabo de un cuarto de hora ya son tan monótonas como la lluvia de Oslo, y que en cualquier caso no serían nada si se las despojara no ya de su sofisticación tecnológica, sino de las imágenes que las ilustran.Entonces, cuando para cortar el hipnotismo iba a oprimir el botón rojo en el mando a distancia, ocurre algo que me detiene y que me sigue sorprendiendo, aunque ya me ha ocurrido otras veces: el tiempo convulso de la MTV` adquiere una tranquila lentitud. En la pantalla ha aparecido un hombre del que nadie podría esperar que apareciera aquí, en este reino de la extrema y obligatoria juventud, un hombre casi de 50 años, con barba, con gafas, con aire de serenidad y tristeza, con una guitarra acústica cuyas cuerdas pulsa despacio para sugerir el principio de una canción a los otros músicos que lo rodean en un escenario en penumbra.En la MTV, en la noche lluviosa de Oslo, vuelvo a escuchar a Eric Clapton tocando Tears in heaven, su insondable elegía para un hijo muerto, y parece que todas las cosas recobran sin esfuerzo su ritmo de naturalidad, y que uno vuelve a tener una vida y un catálogo de sentimientos y de lugares, y de presencias y ausencias, que le dan densidad y sentido. Después de tantos años y de tantas canciones, de la locura de los sesenta, del doble delirio del éxito y el fracaso, de los inflemos de la heroína y del alcohol, el regreso de Clapton, ese despojo hacia el que ha progresado volviendo a los caudales más secretos del blues y de la experiencia personal del dolor, esconden una valiosa parábola del aprendizaje: se avanza, en ocasiones, regresando al principio, se aprende olvidando y se gana perdiendo, se tardan años en llegar a ser quien uno es, sólo a través del destierro encuentra uno el lugar que le correspondía.

De eso tratan los blues, del destierro y la pérdida. Con su austera presencia, con su manera lenta de tocar la guitarra, con su voz de arena, Eric Clapton canta con Tears in heaven, y da igual en qué ciudad del mundo ha encendido uno la televisión del hotel. Durante cuatro minutos Clapton erige su presencia en el tiempo tan indudablemente como un edificio o una estatua imantan el espacio. En los cuatro minutos de la canción, en la noche misteriosa de Oslo, inscribe uno su propia biografía y ve su ciudad tras la ventana.

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