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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El peregrinar de lo imaginario

Seis años son un paréntesis muy largo para el buen seguimiento de un artista que se encuentra en su más plena efervescencia. De ahí que se hiciera imprescindible ya este reencuentro con la obra de Francisco Leiro (Cambados, 1957), un escultor clave en el panorama de las dos últimas décadas. Desde su anterior muestra madrileña de 1987 han pasado muchas cosas. Mucho se ha movido el paisaje de la escultura; y mucho se ha movido, y clarificado también, en el mundo del propio Leiro. Al cambio que ya se anunciaba en la muestra de 1987 se le sumó de inmediato el impacto adicional del traslado del artista a Nueva York, ciudad donde aún reside y trabaja en el presente.Esa laguna de casi seis años, en un periodo fundamental de la evolución de Leiro, apenas se ha visto injerrumpida, en esta capital, por el goteo fiel de alguna que otra pieza en la cita anual de la feria de Arco, en Madrid. Pero, para quienes no contaran con datos más amplios, esas pistas aisladas bien podrían encerrar algún que otro desconcierto a la hora de intentar interpretar el rumbo y sentido de un devenir tan singular, intempestivo y equívoco como el del escultor gallego.

Francisco Leiro

Galería Marlborough.Orfila, 5. Madrid. Hasta el 27 de noviembre.

Ahora, al fin, la extensa y apasionante selección de piezas recientes, reunidas con motivo de esta nueva exposición de Leiro en Madrid, permiten despejar el panorama, jubilando sin duda definitivamente ciertas interpretaciones simplistas que arrastró su obra de los primeros ochenta, y aliviando las perplejidades que puedan haber deparado a la afición madrileña estos años de encuentros accidentales e intermitentes.Lo que fácilmente puede confundir en un seguimiento fragmentario del trabajo de Leiro viene forzado por la naturaleza excéntrica de la invención del escultor, que peregrina sin cortarse un pelo entre territorios radicalmente distintos sin que ello responda, en su visión superficial, a una lógica de orden o progresión. Y es que, para Leiro, el flujo que guía su trayectoria nada tiene que ver con la idea de progresión ordenada y excluyente, sino, más bien, con una estructura de expansión libre e irregular, virtualmente caprichosa, pero bajo la que se esconde una estrategia de carácter mucho más intrincado y complejo. Bajo esa apariencia de desenfado extravagante y brutal inmediatez, la invención de Leiro construye un laberinto de juegos muy sofisticados, en cuanto a las relaciones y tratamiento de los materiales, las paradojas formales en las que nos abisma, o los guiños, diálogos y desplazamientos que establece con respecto a la memoria vertebral de la escultura.

De hecho, las propias familias o territorios en los que, en principio, parecen ordenarse las distintas vertientes del trabajo de Leiro, ya sea entre un naturalismo caricatural o asociaciones surrealizantes, ya entre el interés por la figura o por el objeto, ya entre narrativa mordaz o primacía de lo formal, acaban por resultar igualmente ilusorias.

Mestizajes

Antes bien, la acción del escultor se aleja en todo momento de esa noción de sectores estancos, demostrando un interés preferente por los cruces y mestizajes, que tienden a generar, tras esas ilusiones familiares, otra red zigzagueante de lazos de parentesco. Sus crías, en la línea de ciertas piezas de techo anteriores, abordan un juego de inversión en la relación entre figura y espacio, al tiempo que perturban las percepciones de peso y gravedad. Ello genera vínculos de afinidad con una escultura como Misilito -de rasgos de identidad, sin embargo, bien distintos- en la que la presencia y tratamiento del granito establece, a su vez, otras dependencias familiares.

En esa misma inercia mestiza, sus piezas entrecruzan también distintos estratos de significación, y no siempre aquel que parece dominar en superficie es el que centra el sentido esencial de la obra. Así, en sus Tres graciosos, importa menos el impacto mordaz que el tratamiento superficial que la madera favorece, como la elaborada y sinuosa movilidad barroca, puramente escultórica, que define la relación de las figuras.

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